La mañana del domingo 30 de abril de 1933, las tribunas de madera del antiguo Hipódromo de Santa Beatríz se encuentran abarrotadas de un público entusiasta entre hombres, mujeres y niños. El Presidente Luis Sánchez Cerro (1889-1933) sube por las escaleras hasta la tribuna oficial. Ahí lo esperan diplomáticos, militares de alto rango, representantes al Congreso además de algunas hermosas mujeres vestidas con sus mejores galas. Se escuchan los aplausos y, a lo lejos, se oyen los acordes del Himno Nacional tocados por la banda del ejército y los jóvenes -de toda condición social- con sus impecables uniformes rojos, están listos para iniciar el desfile. Hay un entusiasmo pero, al mismo tiempo, se siente un nerviosismo. Al finalizar, el Nuncio Apostólico, Monseñor, Gaetano Cicognani, imparte la bendición a los veinticinco mil jóvenes que se alistan para ir a combatir en el conflicto armado con Colombia. Terminada la ceremonia, el lugar va quedando vacío, parte del público se retira. Los jóvenes con sus cristinas marchan de retorno a sus cuarteles. Sánchez Cerro, sin protección alguna sobre su cuerpo, desciende por las tribunas, sube a su automóvil descapotable, el mismo con el que llegó. A su lado, toma asiento su Primer Ministro, el doctor José Matías Manzanilla; además, lo acompañan en el auto su Edecán Mayor y el Jefe de la Casa Militar. Mientras tanto, largas filas de hombres y mujeres se forman desde la tribuna hasta la salida del hipódromo; gente que aplaude, que quiere tocarlo, darle la mano. Delante del automóvil, avanza lentamente la escolta de caballería, que se abre paso ante la multitud, hasta llegar a las puertas del recinto. Afuera, una plaza fría, vacía y en ella, una solitaria palmera con sus hojas secas y polvorientas. No hay cordón policial, ni gendarmenes que impidan el acercamiento del público.
Esa madrugada del 30 de abril fue una madrugada frías. En el antiguo Palacio de Gobierno, Sánchez Cerro -un hombre pequeño, apenas pesaba un poco más de cincuenta kilos, de tez oscura, ojos y cabellos negros- se levantó muy temprano. Se vestía tranquilo. Sobre su cama, lo esperaba listo su uniforme de general. Tenia que ir vestido de militar pues pasaría revista a las tropas. A un costado, se hallaba la cota de malla, regalo que días antes, había recibido de un diplomático extranjero amigo suyo que temía por su vida. Se miró al espejo, acomodó los últimos detalles pero, se sentía incomodo, algo le ajustaba. Se desvistió y se volvió a vestir pero sin colocarse la cota. Sánchez Cerro se olvidó en esos momentos del atentado contra su vida ocurrido apenas unos meses atrás en Miraflores! En esos momentos tocaron a su puerta, era la hora de salir. En el estacionamiento habían varios automóviles uno de ellos era blindado, a prueba de balas, comprado en el gobierno anterior. No quiso subir en él. Se subió al vehículo descapotable, un Hispana - Suiza y partió hacia su destino.
Mientras el automóvil sigue su recorrido lentamente, el presidente continua sonriente, estrechando las manos a todos los transeúntes que se le acercan. De pronto, entre los aplausos y vítores, se escuchan algunas detonaciones. Un individuo, que están entre el público, corre hacia el automóvil y dispara a quemarropa sobre la espalda del mandatario. Un disparo, luego otro. Desde aquella solitaria palmera salieron otros disparos más. Todo sucedió en muy corto tiempo. Entre el alboroto y los gritos la escolta busca al homicida. Se oyen algunas voces, ese es! Los edecanes disparan otros militares hacen lo mismo. Abelardo Mendoza Leiva cae tendido al piso falleciendo a los pocos instantes. Con el alboroto también lograron huir los que dispararon desde esa solitaria palmera.
"Para los apristas Sánchez Cerro representó una valla difícil de vencer. Había que destruirla y eso hicieron".
Al Hospital Italiano, rápido! Faltan quince minutos para la una de la tarde. El camino hacia el hospital (Av. Abancay) es corto; el automóvil del presidente pasa a toda velocidad ante la mirada sorprendida de miles de curiosos que están en las calles. Sánchez Cerro va al costado del doctor Manzanilla, sus ojos están abiertos pero vidriosos. La noticia del atentado corre como reguero de pólvora por la ciudad. A los pocos minutos, cientos de humildes artesanos, obreros, personas modestas y mujeres lloran ante las puertas del hospital. Al rato, sale del hospital el Primer Ministro José Matías Manzanilla acompañado del General Oscar R. Benavides, ambos se dirigen al Palacio de Gobierno. En el cuarto número ocho, los doctores, Brignardello, Rocha y Raffo, hacen esfuerzos por salvarle la vida al mandatario pero es inútil. Sánchez Cerro fallece a la una y diez de la tarde. Para dar a conocer del fallecimiento a la multitud congregada en las afueras del local, aparece, sobre el edificio, la bandera del Perú izada a media asta. Esa misma noche -una noche silenciosa- cientos de ciudadanos retiran el ataúd del hospital y lo trasladan en hombros rumbo al Palacio de Gobierno, al pasar frente a la Iglesia de La Merced, sonaron sus campanas. En Palacio el féretro es recibido por el nuevo presidente, el General Oscar R. Benavides y es colocado en la capilla. Luego más tarde, sus restos son trasladados hasta la Iglesia del Sagrario donde miles de personas, durante tres días, y rodeados de miles de arreglos florales, hacen largas colas por ver al caudillo.
Bibliografía: Sánchez Cerro y su tiempo, Carlos Miro Quesada Laos