Tarde, cuando entraba la noche y el cielo iniciaba a colorearse de un tono entre el azul intenso y el cálido violeta, las parejas, elegantemente trajeadas y perfumadas, solían atravesar el aún silencioso y aristocrático Paseo Colón bordeado por sus pequeñas quintas, sus atractivas casonas y sus hermosos palacetes. A veces, en algún sábado por la noche, se podía escuchar desde alguna de estas grandes y vistosas mansiones, el eco de algunas risas además de la música de una orquesta, quizá fuese la del maestro Nello Coeci. Atravesaban el paseo en alguno de los pocos y ligeros automóviles Ford que andaban, por ese entonces, por las pequeñas calles de Lima. Pequeños faroles iluminaban los naranjas senderos del antiguo Parque de la Exposición luciendo sus frondosos encinos, sus esbeltas palmeras reales, sus pinos y sus altos cedros; senderos que llegaban hasta la bonita pileta empedrada que abría el paso a las puertas de cristal del restaurante del Parque Zoológico.
El restaurante del Parque Zoológico se ubicaba en el filo del mismo zoológico, que por entonces, era un lugar de esparcimiento muy bonito, muy pintoresco y muy elegante; con sus delgadas jirafas de fino cuello, sus robustos elefantes, sus alegres cotorras, unos divertidos monos y dos melenudos y aburridos leones. Y se podría decir que este tan famoso restaurante en las décadas del diez y del veinte, que fue refugio de gourmets, bailarinas y de limeños bailarines que amaban las fiestas y las jaranas hasta que el sueño los gane, pues, no era nada aburrido y no era nada pequeño tampoco pues en él, podían acomodarse casi hasta unas mil personas. Funcionó durante muchos años dentro de los jardines de la Exposición. Sin embargo, fue recién que en el año 1910 que se construye un nuevo lugar. Un lugar animado y sensual a la vez; con sus grandes cristales, sus finitas y altas columnas envueltas en frescas y coloridas enredaderas. El local del restaurante del Parque Zoológico, por su sobrio y amplio espacio, se prestaba para los grandes eventos. Tenía una gran terraza, una terraza abierta, fresca y agradable en los calurosos veranos; acogedora y tibia en los cálidos otoños y es que, desde allí, no solo se escuchaba el canto de las aves del vecino zoológico, sino también, llegaba el aroma de las malvas rosas, de los jazmines y las magnolias, además, gozaba de la sombra de las espesas copas de los altivos cedros y los pequeños y pomposos choloques.
El gordo José Visconti, era, junto a Samuel Velásquez, propietario del lugar. Ambos eran bastante sencillos y ambos eran también, propietarios del elegante Hotel Maury y creo que también lo eran del no menos famoso por esos años, el Palais Concert. En el año dieciséis o diecisiete, llegaron a Lima, y en tres diferentes fechas, tres famosas bailarinas, Anna Pavlova, Norka Ruskaya y Felyne Verbist para presentarse en el antiguo Teatro Municipal; ellas tres estuvieron alojadas en el Maury y en el Maury nació un tórrido romance entre la Verbist y el buenmozo de Alfredo González Prada. Afable, bromista y gran conversador, Visconti no perdía la oportunidad de acercarse hasta las mesas para dialogar un momento con los comensales, aunque sea para preguntarles si estaban cómodos o si la cena les había parecido buena. Pedrín era el maître; un caballero italiano gordo y bonachón; bullicioso y risueño; simple y amiguero. Allí, en el enorme salón de cristales, habían unas ochenta y hasta cien mesas si es que no eran más; pequeñas mesas todas vestidas con gruesos manteles blancos y delgadas sillas de esterilla. Para la hora de almuerzo, casi todas las mesas tenían reserva permanente, para tal vez, cerrar un negocio. Caía el sol de la tarde con el crepúsculo y sus tonos de luz entre el amarillo, el rosa o el rojizo; luz que ingresaba por aquellos grandes ventanales. A esa hora, empezaba la hora del té -la hora propicia para el flirt-; a esa hora era clásico ver a las regias señoras con sus trajes ceñidos, sus muselinas estampadas y sus grandes sombreros de plumas y a ellos, luciendo sus escarpines y un clavel o una violeta en las duras solapas de sus sacos. Era un ambiente encantador y encantador era también el fondo musical improvisado de un jazz-band que provocaba dejar de lado la hirviente taza de té, para llegar hasta la pista y dar unos cuantos pasos de baile. Y a la hora del cocktail, se formaban grupos junto al mostrador, donde a veces se acercaban alegres las parejas a pedir un Oporto para luego desaparecer de la escena y cuando volvían, se disparaban las bromas algo subidas de tono. Otros, sentados en torno a las mesas, comentaban los últimos chismes políticos o sociales; cerraban algún negocio o algún plan de juerga y hasta alguna broma que les serviría para reír durante toda la semana. La hora cocktail era la hora del buen humor. Prohibido era estar de mal humor. El que tenía alguna pena viva, pues, la escondía para no matar la alegría de los demás. Y qué decir del servicio de buffet, magnífico y fueron magníficos los banquetes donde alguna vez fue homenajeado algún alcalde o un candidato; un embajador o algún conocido político y hasta un presidente de la República.
Pero la diversión, el goce y el placer en el restaurante del Parque Zoológico ocurría en las noches; en los espectáculos de cabaret y en el ritmo y compás de la orquesta de las siempre sonrosadas y gruesas damas vienesas, que en los intermedios repetían los bailables. Aunque era cuestión de suerte, pues habían noches en que estas maestras de la sinfonía, parecían haber amanecido de espaldas o con el pie izquierdo pues no existía un dios, magia ni ruego que las haga mostrarse asequibles y con ganas de complacer. Eran famosas las cenas danzant con las chicas bailando bien apretadas a sus parejas, aprovechaban en lucir sus trajes sensuales y sus finas siluetas; sus talles a la cadera, sus largos collares a la moda de Coco Chanel y sus sombreros charleston y al ritmo del charleston, del fox-trot o de un tango solía bailar el canciller de los años veinte, Alberto Salomón, siempre elegante y siempre con una atractiva sonrisa. Salomón, vestido de un saco oscuro como la noche, giraba al son de la orquesta, recorría la brillante pista de madera de un extremo al otro. Todo, bajo la atenta mirada de los asistentes. Un espectáculo. Daba pasos suaves y rítmicos mientras le hablaba al oído a su pareja, una rubia y bonita parisina que había conocido en uno de sus viajes por esas lejanas tierras.
¡Garçon, un absinthe! Chocaban las copas y el dorado champagne; corría el vino rojo y el aromático absinthe. Y corría también, la sensualidad y la algarabía; el polvo de cocaína y el humo de los Zuzini o de los Lucky Strikes. Al fondo y más allá de las mesas, había un proscenio para los espectáculos de varieté en esas largas noches y hacia la medianoche, se abría misteriosamente, detrás de ese proscenio, una sala de juegos. Aparecían los caballeros rodando los dados con las barrigas llenas y llenos los vasos del dorado licor. Al costado, corría la ruleta y en otra sonaban las barajas y caían las cartas del baccarat o del "chemin de fer". Los vestidos vaporosos de las damas flotaban como el humo de los largos cigarrillos, y tras cigarrillo y cigarrillo; tras los efectos del champagne y del vino; de la cerveza o del pisco; los escasos automóviles de alquiler, puestos especialmente para las largas noches en el Zoológico, no se daban a basto y los chauffeurs salían disparados llevando a los alegres comensales con rumbo a sus casas o a seguirla en algún local madrugador de la antigua Lima hasta que termine la noche e inicie la violeta madrugada. Así pasaban las noches, las interminables noches de esa Lima que aún, por esas épocas, era una pequeña aldea.
El restaurante del Parque Zoológico, al igual que el Jardín de Estrasburgo, el Palais Concert y otros, cerraron para siempre sus puertas a inicios de la década del treinta.
Fuentes:
- Valdelomar y la Belle Époque, Luis Alberto Sánchez
- Testimonio personal, Luis Alberto Sánchez
- Una Lima que se fue
- Valdelomar y la Belle Époque, Luis Alberto Sánchez
- Testimonio personal, Luis Alberto Sánchez
- Una Lima que se fue
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