"Valdelomar es un artista, un maravilloso artista" (Mariano H. Cornejo)
Alguna vez le preguntaron a Valdelomar, cuándo había empezado su vida como escritor. "Yo no soy escritor, yo soy un artista. Para un escritor, la naturaleza es bella a través del lenguaje y para el artista la naturaleza es bella, bella en todas y cada una de las frases. El escritor copia un aspecto de la naturaleza, el artista es un pedazo de ella". Y un pedazo de esa bella naturaleza era Barranco, refugio de poetas y escritores. Valdelomar amaba y vivía enamorado de aquella encantadora y paradisíaca villa. Estaba enamorado de la poesía, de la belleza y de la paz. Amaba el apacible y poético parque bordeado de grandes y frondosos ficus; las azules campánulas y el rincón azul de los jacarandás. ¡Qué cosas maravillosas podrían escribirse bajo la sombra de esos jacarandás! Le gustaban las avenidas sobre el mar y la canción del mar. Las noches de luna y el cielo azul, claro y diáfano. Amaba esas calles de ensueño, sus árboles y la solitaria palmera que se abanica al compás del viento. El silencio de su casa sobre el mar, el almuerzo en los baños y el repiquetear de las diez o doce campanadas de la vieja iglesia. Valdelomar quería mucho sus artículos, los que había escrito y los que aún no había escrito. Los quería tanto como hubiera querido algún día a sus hijos.
Si José Carlos Mariátegui no tenía un poeta favorito; Valdelomar, aunque admiraba fervientemente a Wilde y también a Gonz ........ y dejaba la frase a medias porque no quería hablar de literatura; no tenía un autor favorito. Podía ser Dante como Horacio; Whitman como Wells. Sin embargo, eso dependía más de las estaciones del año. En el frío invierno y cuando había agua en el cielo, vapor en el aire y humedad en la tierra, gustaba de las misteriosas tragedias de Maeterlinck de quien decía, "iba a morir loco". En el otoño, prefería a Kempis, porque Kempis era otoñal. En los días luminosos de primavera, cuando el sol aún se notaba con un tímido brillo, buscaba leer a Pitágoras porque sus escritos eran diáfanos como el cielo y brillantes como la luz. Y Rudyard Kipling. ¡Ah, Kipling! A él lo prefería en los calurosos veranos. Valdelomar amaba. Amaba cada uno de sus objetos con intensa pasión. Para él, ellos eran amables y cordiales, tanto como si fueran sus íntimos amigos o sus propios hermanos. Todos tenían una razón de vida una razón de ser. Uno era porque le recordaba la época de pasajera grandeza; aquél otro, por las horas de pobreza. Los de más allá, le traían a la memoria algún viejo amor, una pena o una alegría; un sueño o una lágrima. Eran, pues, su segunda familia. Pero muchos de aquellos objetos se habían ido como se van las personas de carne y hueso. ¡Cuántos se habían ido, se fueron para no volver! Cleopatra, su filosófica tortuga, pequeñita como un bollo. Aristipo, un muñeco de porcelana, personaje de "Diálogos Máximos" y Kaiser, su inteligente camarada. Se fueron, pero llegó Omega, su fiel e íntima consejera. Omega, su pequeña calavera, clara como el marfil. A ella la trajo un día de un templo lejano y legendario de Pachacamac.
En su pequeño rincón de cuatro por lado, en su escritorio; allí se lucía un jarrón con un elegante y sobrio lirio; además, un gran parasol de China, en color púrpura e hilos de oro. Y la Venus de Milo, tan pura y casta; tan esbelta y sugerente. A su lado, libros, libros, La Vulgata Latina o Les paysages tristes de Verlaine; cartas y cigarros; carbones y tarjetas. Retratos de mujeres, de palacios; paisajes que evocaban a la hermosa Florencia. Y cómo olvidar de un retrato suyo pintado en el diecisiete por el artista Raúl María Pereira. Todos ellos eran los compañeros que Valdelomar amaba.
Mucho se hablaba que era antipático. Eso, él lo sabía, lo sentía, lo palpaba y lo paladeaba. Ser antipático, decía, ¿acaso no es ser distinguido? Mucho se escuchaba sobre sus poses, sobre los anillos en los dedos; anillos con piedras brillantes, piedras que para él eran poemas de amor. El amor más intenso de su vida. "Un hombre puede tener sortijas en los dedos y tener talento, pero hay quienes no tienen ni talento ni sortijas". Y sus poses. ¡Un poseur! La pose llegó a ser una característica, la pose le era familiar. Sentía un placer malsano y sádico al sentir las miradas. Las miradas, porque Valdelomar llamaba la atención y si para llamar la atención tenía que perfumarse, salir vestido de amarillo, lo hacía sin titubear y es que sus trajes llamaban. Llamaban sus zapatos con capellada de ante blanco; sus pantalones rayados; llamaba su forma de andar por Mercaderes sin sombrero y con quevedos; o por el simple hecho de enarbolar su clásico y vistoso bastón de Malaca.
Tantas cosas se han dicho de él. Y de él se decía también que era un fino humorista. Un humorismo que no todos alcanzan. Un humorismo atrevido y sincero. Pero, también, por qué dudaban de su sinceridad. Si la sinceridad estaba en su corazón: "yo digo lo que siento, amo lo que es bello y realizo mi arte, lo mismo que canta un jilguero, florece el jacarandá y el sol. "La egolatría de Valdelomar era en gran parte humorística", escribió Mariátegui, Valdelomar decía en broma casi todas las cosas que el público tomaba en serio.
Muchos lo conocieron pero lo conocieron mal. Conocían a un Valdelomar y a otro Valdelomar.
Fuentes:
- Valdelomar por él mismo, editor Ricardo Silva-Santisteban
- Valdelomar y la Belle Époque, Luis Alberto Sánchez
- Valdelomar obras II. Edición y prólogo Luis Alberto Sánchez
- Valdelomar por él mismo, editor Ricardo Silva-Santisteban
- Valdelomar y la Belle Époque, Luis Alberto Sánchez
- Valdelomar obras II. Edición y prólogo Luis Alberto Sánchez
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