Era una tranquila tarde del domingo 3 de julio de 1921, apenas faltaban tres semanas para las celebraciones del Centenario de la Independencia del Perú. El invierno en Lima estaba recrudeciendo; corría un viento frío y una pequeña garúa caía sobre la fina arenilla de la calzada. De la torre de la iglesia de los Desamparados se escuchaban tres toques de campanas; en las gradas de la Catedral de la Plaza de Armas, algunos mercachifles ofrecían sus productos y las floristas llamaban a los paseantes para ofrecerles sus hermosos arreglos florales; en los portales de la plaza, un grupo de jóvenes muy bien trajeados conversaban y reían animadamente. En el Jardín de Estrasburgo- aquél restaurante tan elegante y famoso ubicado en el Portal de Escribanos, en los bajos del antiguo Hotel Morin- se escuchaba el sonido de algún vals vienés tocado por la orquesta de las "damas vienesas", aquellas señoras de rostros sonrosados y alegres tan de moda por ese entonces.
Aunque las condiciones no eran las mejores en el país y pese a que algunas personas cercanas al presidente le aconsejaron esperar unos años más hasta el Centenario de la Batalla de Ayacucho en 1924 para festejar, ese mismo año, el de la Independencia, éste se negó. Sin embargo, conforme se acercaba el día de las celebraciones las rencillas y enfrentamientos entre el Poder Ejecutivo y el Judicial; en la Cámara de Diputados y en la Universidad de San Marcos se iban dejando momentáneamente de lado. Por ese entonces, Lima también, poco a poco, se iba embelleciendo con la construcción de nuevos edificios -suntuosos y elegantes- de estilo europeo; se construían nuevas avenidas, se ampliaban plazas y se mejoraba el ornato; las calles también eran pavimentadas; en las fachadas de los edificios públicos se colocaban luces de color rojo y blancas para que por las noches lucieran bellamente iluminados. En diversos sectores se apuraban los trabajos para dejarlos listos para el día de las celebraciones. Muy lejos, en el Callao, los acorazados y buques iban llegando con las diversas delegaciones extranjeras invitadas para las celebraciones.
Leguía se propuso en hacer del Centenario una celebración majestuosa que contara con la presencia de las principales potencias del mundo y que se realizara con toda la suntuosidad posible para consolidar su gobierno. Pero sus enemigos también lo sabían ...
Mientras tanto, esa misma tarde, en el antiguo Palacio de Gobierno, una maltrecha casona de dos pisos ya casi en estado vetusto; un centinela, rifle en mano, kepi hasta las cejas y gruesas botas, resguardaba la puerta principal. Al interior, en el jardín el aire frío movía la histórica higuera de Pizarro; por las grandes ventanas que daban al río entraba el fresco de la tarde. Más allá, hacia el lado de la calle Palacio, el Presidente Leguía, vestido con un elegante jacket negro, se encontraba en su despacho trabajando para ir adelantando algunos asuntos de la semana que se iniciaba pues habían muchas cosas que ver, pensar y resolver. Cientos de cartas y telegramas, uno encima del otro, esperaban sobre su escritorio a ser respondidos. Sin embargo, al llegar las tres de la tarde y cuando a su despacho llegaba el sonido de las tres campanadas de la iglesia de los Desamparados, el presidente dejó sus tareas, cogió su sombrero y guantes y salió acompañado de Teodosio Cabada, su fiel edecán, rumbo al Hipódromo de Santa Beatríz como lo hacía cada domingo, además, uno de sus caballos correría esa tarde. De pronto, a los pocos minutos de haberse retirado se escucha una fuerte explosión que detonó bajo el despacho presidencial destruyendo gran parte de ese espacio, rápidamente el fuego se propagó por los ambientes más cercanos. Las llamas destruyeron, además del despacho presidencial, la secretaria, el salón llamado de Castilla, el salón dorado, el gabinete del Consejo de Ministros; quedaron destruidos también los salones donde iban a tener lugar la recepción de las misiones especiales y las principales ceremonias y agasajos. Se perdieron cientos de documentos importantes, mobiliario, alfombras y algunas obras de arte entre ellas lienzos de Ignacio Merino y óleos de Teófilo Castillo como los de "La muerte de Pizarro" y "La sangre del Inca". Un retrato de Francisco Pizarro que tenía visos de ser auténtico, así como varios cuadros sobre los virreyes, retratos de "Agustín Gamarra" y "Felipe Santiago Salaverry". Justamente, las obras de Merino y las coloniales habían sido prestadas por el Museo de Historia Nacional años atrás, en la época del Presidente Billinghurst, con el fin de decorar, en 1913, el salón dorado del Palacio. La zona más afectada fue el ala derecha, la que daba a la calle Palacio; por suerte, el sector que daba a la calle Pescadería no se vio perjudicada.
Leguía en sus memorias tituladas Yo tirano, yo ladrón, afirma que se produjo una explosión en el sótano debajo del salón de Castilla, con el fin de asesinarlo.
Aunque algunos atribuyeron las causas del siniestro al cruce de los alambres conductores de fuerza eléctrica; otros dijeron que se debió a un descuido del personal de cocina. El punto de vista oficial fue que se trataba de un hecho intencional, llevado a cabo por manos criminales; lo cierto es que el Gobierno responsabilizó del siniestro a los civilistas y a su intención de arruinar el programa y deslucir la conmemoración del Centenario. El Presidente Leguía en un discurso ante el Congreso culpó a los "incendiarios criminales", aunque advirtiéndoles que no conseguirían sus fines.
Sus asesores y los más allegados a su entorno le aconsejaron al Presidente realizar las actividades en otro lugar, pero él respondió: "¡aquí me quedo!".
La mañana del lunes 4 de julio la ciudadanía despertó consternada por los hechos ocurridos, no faltaron los comentarios de todo tipo, se tejían toda clase de versiones con relación a las causas del siniestro. Muchos se hacían la misma pregunta: ¡Cómo se va a poder restaurar los salones, sobre todo, los salones donde se llevaría a cabo la recepción de los embajadores! Existía un desánimo general, era natural, nadie creía, en ese momento, que se pudiera hacer una rápida reconstrucción si solamente en lo que se refería a la decoración los trabajos iban a demorar varios días y hasta semanas.
Por ese entonces, el ingeniero Enrique Mogrovejo, venía trabajando intensamente en algunas obras para dejarlas a punto para el día de la celebración del Centenario, se conocía de su extraordinaria rapidez y de su compromiso de trabajo; fue así que el Presidente Leguía no tardó en llamarlo el mismo día lunes para que se hiciera cargo de la reconstrucción del Palacio. La obra tenía que estar lista en veinte días. A las diez de la mañana el ingeniero Mogrovejo llegó a Palacio siendo recibido por el mismo Presidente, luego de algunas presentaciones de rigor, juntos recorrieron la zona siniestrada, el lugar había quedado en estado calamitoso. Era imposible dar un paso sobre los escombros sin estar en peligro de caer en una suerte de sótanos que tenía el edificio. En ciertos sectores los techos se convirtieron en una amenaza constante y seria, pues estaban a punto de caerse. Lo primero que había que hacer era retirar todos los escombros. Se contrató inmediatamente a cerca de cien hombres para iniciar los trabajos. Entusiasmo había. Se trabajó todo el día lunes hasta altas horas de la noche incluso hasta la madrugada, a pesar de la poca iluminación existente; sin embargo, y pese a todos los inconvenientes, a las dos de la mañana los escombros habían desaparecido y aparecía el lugar limpio para iniciar los trabajos en donde debía levantarse el nuevo edificio.
Mientras se realizaban las obras, el Presidente se alojó en las instalaciones de la Prefectura de Lima, desde allí siguió despachando junto a algunos de sus ministros, tomó las disposiciones necesarias para que el Palacio pudiera estar habilitado a fin de mes. La opinión pública, poco a poco, iba recobrando el entusiasmo al ver el avance en las obras; en los corrillos de los portales, en las plazas y en los cafetines se sentía la confianza en que los trabajos se terminarían para recibir a las delegaciones en el salón de embajadores.
Llega la tarde del miércoles 5 de julio, una tarde, por cierto, bastante fría y lluviosa; los maestros y operarios comenzaron a levantar los cartones y telares para la reconstrucción temporal del nuevo edificio. Así iban pasando los días y las noches; después de largas jornadas hasta el amanecer, los trabajos se terminaron para la fecha requerida. Hay que decir también, que el ingeniero Enrique Mogrovejo se rehusó a cobrar sus honorarios, sólo pidió que el Gobierno pagara la planilla de los obreros que trabajaron en la obra.
Y tal como lo quiso el Presidente Leguía, el 28 de julio de 1921, tres semanas después del incendio, en Palacio tenía lugar el "Baile del Centenario" en los salones construidos y decorados con diseños indígenas y españoles, en el mismo lugar del que había quedado destruido. Fueron tres días de celebraciones donde la población se dio una tregua, tras los sucesos que venían ocurriendo. Esa noche, los invitados y los representantes de veintinueve países, quedaron gratamente sorprendidos con la suntuosidad del lugar. Este episodio sirvió como punto de partida para iniciar la restauración total de la vieja casa de Pizarro.
Fuentes:
- Historia de la República del Perú, Jorge Basadre
- Leguía la historia oculta, Vida y muerte del Presidente Augusto B. Leguía, Carlos Alzamora
- Revista Mundial, 1921
Interesante crónica
ResponderBorrar¿Nunca se identificó y se castigó a los responsables?