Pudo ser un año más, pudo ser un año menos, pudo ser al meridiano o pudo ser más tarde pero la cita limeña era muy graciosa:
- ¿Cuándo nos vemos?
- Un día de estos.
- ¿Dónde?
- En el Jirón de la Unión.
- ¿Hora?
- A la hora de almuerzo.
Lo más divertido es que así se citaban, nada más encontrándose. La cosa es que nadie que en Lima se estimase un poco, faltaba a la hora de almuerzo -entre las doce y las dos de la tarde- al paseo en el Jirón de la Unión. El jirón no tenía sino unas cuantas cuadras: Mercaderes, Espaderos, La Merced, Baquíjano y Boza. O, lo que era lo mismo, desde la Plaza de Armas hasta la antigua Plazuela de la Micheo (cuadra diez de la calle Belén). No contaban el Portal de Escribanos ni tampoco la calle Palacio. Y tampoco contaban Belén y la calle Juan Simón (al final del Jirón de la Unión) que eran, como se dice hoy en día, calles residenciales. Es que Palacio y Escribanos eran vías burocráticas o, para que se escuche mejor, administrativas. Esas vías pertenecían a los aspirantes a prefecto, a los empleados de los diversos entes públicos, aunque, en Escribanos, se encontraba uno de los más hermosos restaurantes de Sudamérica, el Jardín de Estrasburgo.
Por aquellos años los ministerios no pasaban de ser seis, habían sido cinco, hasta que a finales del siglo XIX, Piérola creó el de Fomento. Todos, junto con la Presidencia de la República, funcionaban dentro de la misma Casa de Pizarro. Hubo un tiempo en que ahí, en Palacio de Gobierno, en la calle de Pescadería, estaba hasta la cárcel. Una frase famosa por esos años era "Tomar y Palacio", significaba automáticamente cambio de Gobierno.
Era 1912, se vivía la Belle Époque, aquel jirón era el paseo de mujeres bonitas, de políticos, de escritores, de dandis y tenorios. En ese paseo nacieron y murieron muchos amores; hubo muchos encuentros y desencuentros políticos. Había en la esquina de Mercaderes y la calle Las Mantas (cuadra uno del jirón Callao), una famosa cigarrería que fue el más famoso mentidero de la época. En Mercaderes, la peluquería de Guillén, en cuyas puertas se paraban los elegantes señores para que las mujeres los viesen recién rasurados y luciendo sus elegantes bigotes. Las Gotas Amargas, era un bebedero curioso pues ofrecía tragos nada más que refrescantes pero también estimulantes. Lo cierto es que, si uno se descuidaba, podía salir hasta borracho! Al frente de las Gotas, sobre Mercaderes, se abría un inmenso portal, por ahí se ingresaba a la redacción de la revista Variedades dirigida por Clemente Palma y en los altos estaba la Fotografía Moral, de propiedad de don Manuel Moral. Por las tardes, ambos se paraban en aquella puerta; Don Manuel, de origen portugués, tenía un aire de don Juan y Clemente una facha entre melancólico y satánico, su mirada era entre agresiva y tímida pero, sin embargo, era un hombre buenísimo y uno de los mejores escritores de la época. Don Manuel miraba cuidadosamente a las mujeres; como fotógrafo que era, buscaba con su mirada -mirada un poco cínica mas no ofensiva- la pose y la luz. Clemente Palma era un fumador empedernido, se ocupaba de dividir en dos partes su largo cigarro marca Zuzini, del color del chocolate. Los partía en dos porque, según él, así fumaba menos pues nada más arrojaba dos colillas. Y yendo más allá y dejando atrás a Clemente y a don Manuel con sus poses de don Juan, sobre la calle Espaderos, se erguía, en la puerta del Broggi y Dora, la figura alta, carismática y galante de don Andrés Avelino Aramburú, el director de la revista Mundial, siempre de levita, siempre con un ramo de violetas en la solapa y siempre con escarpines; Aramburú podía conversar largo rato con algunos políticos, acompañados del la especialidad de la casa un bitter batido o un cocktail de fresas.
El ruido de los coches era débil y no había gritos. Era plena Belle Époque, por sus calles paseaba un elegante con su frío e impersonal dandismo británico y junto a ese dandismo que casi demostraba que lo perfecto no es lo deseable; junto a ese dandismo de museo y que lucía una belleza gélida, estaba el dandismo peruano y nervioso, era un dandy entre lo pícaro y lo andaluz. Estos elegantes dandys eran los que frecuentaban el Jirón de la Unión a la hora del almuerzo en aquella Lima de 1912 o un año más o un año menos. Una Lima donde todos se conocían, una Lima silenciosa y confidencial; que fue gentil sin ser melosa. Una Lima que cuando un amigo invitaba al otro un aperitivo y el camarero se acercaba a preguntar qué bebían los señores, ambos contestaban:
- ¡Cualquier cosa!
El camarero sabía perfectamente el significado de "cualquier cosa". Para uno llevaba un pisco ligeramente teñido vermouth y, para el otro, un pisco coloreado de ferné.
A esa hora del meridiano no había más ambulantes que algunas fruteras con sus paltas que eran un lujo pues Chanchamayo era, por esos tiempos, un lugar bastante lejano y algunas floristas andaban llevando en sus canastas grandes y olorosos jazmines.
Así era el Jirón de la Unión, en el Broggi donde los políticos no cesaban un instante en su tarea, noble por cierto, de tratar de salvar al país. En Guillén los jóvenes irresistibles se sometían a la mirada femenina que, de repente, sus ojos ni se fijaban en ellos. Las mujeres iban y venían, se detenían aquí y allá, unas sonreían, otras, coqueteaban. A esa hora, los gastrónomos del Cardinal o del Estrasburgo discutían sobre el próximo almuerzo. Aún estaban abiertas las puertas del Americano aquel hotel donde años atrás solía acudir para almorzar el Presidente Candamo. Las calles estaban llenas de sonrisas y piropos de los jóvenes, aunque, en verdad, no eran sólo los jóvenes pues, ciertos ilustres viejos, también parecían jóvenes.
Así era Lima, en el año 1912, en el Jirón de la Unión a las doce del día. Una Lima amable y encantadora.
Fuentes:
- Federico More, un maestro del periodismo peruano
- Valdelomar o la Belle Époque, Luis Alberto Sánchez
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