Por el año 1915, la norteamericana Isadora Duncan, era la estrella rutilante de una danza innovadora, inspirada en los clásicos griegos. Ataviada con una túnica blanca y sin respetar coreografía alguna; descalza y con los brazos desnudos, improvisaba cada día, llevada tan sólo por su imaginación. En esa misma estela de ritmo, viajaban la Mata Hari, la exótica holandesa condenada por ser espía de Alemania, durante la Primera Guerra Mundial y ejecutada en 1917; como la belga Felyne Verbist.
El año quince, fue el año del clímax de la Belle Époque, el año en que llegaron a Lima, esa Lima donde se lucían ya algunos ruidosos automóviles que se escuchaban como locomotoras; donde se sentían los nuevos sabores exóticos y se percibía el delicioso aroma del champagne; a esa Lima que era aún una pequeña y polvorienta aldea: conferencistas, compañías de teatro y algunas coristas y bailarinas, que con sus danzas plenas de exotismo y sensuales contorsiones encandilaron a los capitalinos. La Versbit y la española de grandes y profundos ojos negros y brillantes, Tórtola Valencia, fueron algunas de ellas.
Quizá su verdadero nombre no haya sido Felyne Verbist, quizá haya sido inventado como era lo usual por aquel entonces. Como fuera, los diarios y revistas de la época saludaron con entusiasmo la llegada de la rubia y bella bailarina que traía a Lima la nueva danza, una mezcla entre lo exótico y lo oriental; que hablaba con dulzura en un francés muy puro; de ojos claros como el cielo y finos labios de un intenso color carmín. Fue una noche de primavera cuando por primera vez, después de muchos años, tal vez desde la presentación, en 1886 en el Politeama, de la famosa actriz francesa Sarah Bernhardt, que los limeños no asistían a un teatro, esa vez, al Teatro Municipal (hoy el Segura), para admirar un espectáculo de esa categoría. El teatro estuvo rebosante en las primeras noches y las siguientes también. Eran las noches de Coppelia, de la Primavera de Grieg, de la Danza fúnebre de Chopin y, sobre todo, la noche de "La muerte del cisne". Al levantarse el telón, esa pesada tela de suaves matices de tonos palo de rosa, aparecía en escena, ante la vista del vibrante público, la esbelta y sutil figura de la bailarina Felyne Verbist. Felyne, alguna vez, había expresado que al interpretar la danza de "La muerte del cisne", sentía que, poco a poco, iba muriendo; iba sufriendo y su cuerpo temblaba todo de miedo. Sentía que la música penetraba en todas sus fibras y helaba su corazón. Su cuerpo se erguía y retorcía con rítmicos espasmos. El público extasiado y los Colónidas, liderados por Abraham Valdelomar, esa noche y todas las noches, ¡hervían de fervor!
Los Colónidas, pues, fueron a la conquista de la rubia bailarina. ¿Cuál de ellos la conquistaba? Tal vez, ¿Valdelomar o Mariátegui?, de repente, ¿Gibson? o ¿González Prada? Parece que el que la conquistó fue Prada. A los pocos días, en una de esas tardes cuando tenues rayos de sol iluminaban el cielo gris, Alfredo González Prada, que por entonces, trabajaba como periodista en La Prensa, llegó hasta el antiguo edificio del Hotel Maury, donde estaba alojada la rubia bailarina, para hacerle un reportaje. El reporte de "Ascanio" hacía sentir que era más que un simple reporte periodístico. Trascendía mucho más allá. ¡Era un reporte lleno de vibra y entusiasmo! A los pocos días, corrían por las fisgonas calles de Lima, los rumores de que el alto, rubio y buenmozo hijo único de Manuel González Prada, por entonces en amores con Carmen Soria Menacho, había caído rendido en los brazos de la Versbit y tal parece que fueron ciertas las habladurías, pues el poeta, periodista y diplomático, nombrado poco tiempo antes, como Segundo Secretario de la Legación en Buenos Aires, quedó en encontrarse con ella en esa ciudad. Y así fue, a los pocos meses, Alfredo se embarcaba rumbo a su nuevo destino como diplomático y siguiéndole los pasos también, a la bella bailarina. Sin embargo, ya en tierras gauchas, él no olvidaba las noches en el Palais Concert, aquellas cálidas noches con la música de las damas vienesas y la conversación animada, entre cigarrillo y cigarrillo, con sus amigos, los Colónidas. Las confiterías de "El Águila", "El Molino" o el Café Keller, no borraban de su mente, el encanto y la figura del Palais y la cercanía con la belga contribuía a avivar esos recuerdos.
Fuentes:
- Valdelomar y la Belle Époque, Luis Alberto Sánchez
- Nuestras vidas son los ríos, historia y leyenda de los González Prada, Luis Alberto Sánchez
- "La prensa sensacionalista", Juan Gargurevich R.
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