En los últimos años del Gobierno de Odría se vivía una falsa democracia. De pronto, en el país se respiraba la democracia; el país vivía como se vive un cambio de estación del año. Había hasta cierta amabilidad en la policía; los odriístas, cautelosamente, se iban replegando; concluía la etapa del uniformado gabinete. Odría estaba impedido de asistir a la transmisión de mando pero no por razones políticas. No. Odría estaba con la cadera rota, andaba con muletas que estaban listas para viajar al Hospital Militar norteamericano de Walter Reed. ¿Y Esparza Zañartu? El hombre de la sonrisa amplia. Ese hombre pequeñito pero tan misterioso. De él se decía que ya había salido del país, probablemente con destino a la tierra del tango. Los tiempos estaban cambiando y se notaba porque se instalaron las dos Cámaras en el Congreso. José Gálvez Barrenechea, un patricio con fuerte vinculación aprista, presidía el Senado y la de Diputados estuvo presidida por Carlos Ledgard Jiménez de las filas pradistas.
Las horas avanzaban y la transmisión del mando ya estaba muy cerca. Mientras tanto, en el aeropuerto de Limatambo, aterrizaban los vuelos trayendo a las misiones especiales. John Foster Dulles, el Secretario de Estado de los Estados Unidos, representó al presidente Eisenhower. El 27 de julio, el Presidente del Consejo de Ministros del Gobierno saliente, el General Juan Mendoza, recibió a las delegaciones visitantes. A la mañana siguiente, el gabinete militar en pleno asistió al Te Deum. Sin embargo, el país estaba más atento a la ceremonia que se iniciaría a las cinco de la tarde.
Esa fría tarde, los Senadores y Diputados se reunieron en pleno. Todos estaban elegantemente vestidos con frac. En la galería diplomática se ubicaron en un lado, los representantes del Poder Judicial y del Electoral; en los mejores espacios se ubicaron los representantes extranjeros. En el resto de las galerías se apretujaba una multitud de hombres y mujeres, vestidos con sus mejores galas, que esperaban ansiosos y hasta nerviosos, la esperada transmisión de mando.
Era como si todo empezara de nuevo, era como un nuevo amanecer para el país .....
Silencio en el hemiciclo. Pausadamente Gálvez subió al estrado de la presidencia y con voz sonora ordenó pasar lista a los nuevos representantes elegidos por el pueblo. Luego se inició la sesión del Congreso. En esos momentos sólo un proyecto de ley esperaba ser debatido: "Amnistía general y derogación de la ley de seguridad interior". Mientras el relator daba inicio a la lectura, Gálvez escuchaba atentamente; al finalizar la dispensó de trámite de comisiones y la puso a votación. Un rotundo carpetazo aprobó por unanimidad el final de esa oscura Dictadura. Inmediatamente todos los Diputados y Senadores se pusieron de pie para aplaudir y entre los prolongados aplausos se escucharon voces que cantaban el Himno Nacional. Al rato se eligieron, como es la costumbre, las comisiones de invitación y de recepción a los jefes de Estado: el que se iba y el que llegaba. Partieron los congresistas a sus respectivos destinos, Gálvez, mientras tanto, ordenó un receso.
Pasaban los minutos, Gálvez paseaba con las manos en los bolsillos de su frac o entrelazadas a la espalda. Su cabello era blanco, su barba espesa y su sonrisa bonachona. Llevaba unos viejos anteojos y su porte era la de un hombre seguro que inspiraba el respeto de todos los reunidos en el recinto parlamentario. Afuera del parlamento, la plaza estaba repleta; en la entrada la gente estaba apretujada. Se escuchó de pronto la banda de músicos, todos vestidos con sus elegantes uniformes militares, que inició a tocar la Marcha de la Bandera. No saludaba a Odría que llegaba con sus muletas sino a la banda presidencial que el General Mendoza traía en un fino estuche color negro. Avanzó seguido de todo su gabinete por los Pasos Perdidos hasta ingresar al hemiciclo. No se escuchó ni un solo silbido. Mientras los ministros salientes tomaban asiento frente a los entrantes, Mendoza subió al estrado. Gálvez que esperaba atento recibió la banda de manos de éste. Fuertes aplausos. Pero el poder no podía quedar vacante. Gálvez se colocó la banda presidencial sobre su pecho. En ese anciano de setenta y un años se fusionaron por un instante el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo.
Como sería una costumbre en su gobierno para las ceremonias de gala, Manuel Prado prefirió llegar al Congreso en una de las calesas descubierta tirada por cuatro caballos. Como aún no había recibido la investidura la banda de música se abstuvo de saludarlo con la Marcha de Bandera. Centenares de personas siguieron el paso de la calesa que avanzó desde la casona de la calle Amargura, muy cerca a la plaza Francia, donde vivía hasta la sede del Parlamento donde un inmóvil y sonriente Gálvez esperaba. Prado al ingresar despacio, atravesó el hemiciclo entre aplausos y muy solemnemente subió al estrado. Con su frac además de dos hileras de condecoraciones, el Gran Collar de la Orden del Sol sobre su pecho y tres grandes cruces, Manuel Prado escuchó el breve discurso del Presidente del Senado. Solo cuando este último le tomó juramento, la banda pasó del pecho de Gálvez hasta el de Prado. Esa noche del 28 de julio de 1956 las luces se apagaron tarde. Las nuevas autoridades fueron invitadas a una corta recepción ofrecida por el nuevo jefe de Estado. ¿Es que acaso por esos elegantes salones de pisos de mármol jaspeado, de esos raros mármoles y finas columnas se había divertido y jaraneado el General Odría?
A la mañana siguiente una densa niebla cubría el Campo de Marte, volvieron a reunirse las nuevas autoridades, esta vez no estaban vestidos con frac sino con un elegante jacket y sombreros de copa. Nadie debía llegar después del Presidente, que apareció puntualmente a las diez de la mañana para presenciar el desfile militar. Subió pausadamente a la tribuna oficial, de pronto una doble fila de guardias de asalto corrió a situarse entre las autoridades y las centenares de personas que habían acudido al evento. Un furioso Prado gritó que se fueran. ¿Retirarse, dejar a su Excelencia a merced del populacho? Un nervioso coronel no entendía la orden. Prado enfureció aún más, inclinándose, gritó nuevamente a los aturdidos uniformados. Un largo aplauso se escuchó en el Campo de Marte.
Fuente: "Los Apachurrantes años 50", Guillermo Thorndike
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