Era 1956, la dictadura democrática del general de la alegría tenía que acabar. Para ese entonces, Odría era dueño del Jurado Nacional de Elecciones, del Congreso, del Poder Judicial, de las prefecturas y subprefecturas, de las tropas y hasta de la fabrica de donde saldrían las sagradas ánforas para los próximos comicios. Además, detrás suyo se alineaban generales a quienes había ascendido muchas veces por amistad y que le serían leales hasta las últimas consecuencias. Quitaba el sueño los siete años de brutal represión a los apristas. No sólo al Gobierno sino también, a las fuerzas de la derecha que, además de haber prosperado en este régimen, eran las únicas que podían movilizarse en la legalidad. Esto creó el fantasma que en el secreto de las urnas se pudiese elegir a un candidato jacobino. A los temidos apristas, la dictadura democrática los había acusado de crímenes perversos, poniéndolos fuera de la ley. Muchos de sus dirigentes aún estaban en el Panóptico. Los más afortunados estaban en el destierro. Haya de la Torre había logrado su salvoconducto pero estaba impedido de regresar. En teoría, los apristas habían dejado de existir. El general ordenaba que se disolvieran hasta sus huesos, que no volvieran nunca más. Sin embargo, en cualquier lugar, un casi inadvertido silbido de la Marsellesa hacia que entre ellos se reconocieran.
Pero ........ ¿a quién elegir de esa derecha? Al general le daba lo mismo cualquiera entre los muchos de los posibles candidatos, siempre y cuando se conviniera en no investigar los negocios oscuros de su régimen.
En ese ambiente se produjo una extraordinaria reunión en el Convento de Santo Domingo. A nadie se le cursó invitación que no fuera de apellido antiguo, de sólida fortuna y con una clara inclinación paternal y a la vez severa de la autoridad. Qué mejor espacio para este cónclave que el convento de los dominicos. Apenas a tres cuadras de Palacio con el que se había comunicado subterráneamente en los tiempos de virreyes e inquisidores. Aunque luego se haya querido bajar la importancia de ese cónclave, la gente en las calles y cafetines olfateaba que allí se buscaba al nuevo presidente.
Dos sectores poderosos de la época presidirían esa discusión. Por un lado, Luis Miró Quesada de la Guerra, quien presidía por ese entonces el diario "El Comercio". Personificaba la intransigencia frente al aprocomunismo y era partidario de no abrir las cárceles políticas sino de continuar con la represión. Y al otro lado de esa mesa tallada, cubierta por un espeso terciopelo litúrgico estaba, Augusto N. Wiese, un banquero afable y generoso pero un conservador a ultranza. Llegó la hora del encuentro. Allí estaban todos los que en el Perú eran y habían sido. Los fotografiaban apenas llegaban a la antigua plazuela hasta que bajaban solemnemente de sus elegantes automóviles negros. Al ingresar al convento, todos ellos eran escoltados por atentos frailes vestidos de un pulcro hábito blanco. Los señores estaban sentados en cómodas y mullidas sillas estilo Luis XV, con incrustaciones de conchaperla, mientras que a los hombres de prensa los habían ubicado en los tiesos y duros asientos del coro.
Empezaron las discusiones. Pero ...... ¿y quién podía ser el elegido? Las miradas iban en dirección a Luis Miró Quesada. ¿Y el fogoso industrial Pedro Roselló? No. No era de la simpatía del dictador. ¿Y qué tal Manuel "Manongo" Moreyra? ¿O tal vez pensaban en el ex-presidente Manuel Prado? Él había perseguido a los apristas. Sin embargo, hubo un gran ausente en esa reunión. Sin la presencia de Pedro Beltrán, las fuerzas conservadoras no se pondrían de acuerdo. No estaba Beltrán pero sí estaban periodistas y fotógrafos de su diario que vigilaban el cónclave. A Beltrán se le conocía por ser cercano al fogoso de Roselló y también a Manongo. Habían alentado y financiado el golpe del dictador y que, sin ninguna pena, éste había dado la espalda apenas tomó posesión del sillón de Pizarro. Eso Beltrán no se lo perdonaba y tampoco tenía la más mínima intención de hacerlo. Los organizadores suspiraban de alivio al saber que el director de "La Prensa" no se presentaría. Y si había humo blanco esa noche, tendría, de repente, que aceptar al elegido. En el ambiente, los periodistas con sus libretas de apuntes sobre sus rodillas, respiraban una densa atmósfera de protocolo en ese inmenso salón con un Cristo crucificado en una de sus paredes flanqueado por las imágenes de San Martin de Porras y del Beato San Juan Masías. ¿Qué tantas voces habrían escuchado esas viejas paredes, qué tantos murmullos y qué secretos allí fueron develados? ¡y cuántas conspiraciones!
Bajo esas bóvedas del templo estaban los poderosos, los que todo lo tenían, hasta el derecho de repartirse la sucesión presidencial. Las "fuerzas vivas" asumían la representación de todo el pueblo peruano. Allí estaban los industriales, comerciantes, banqueros y políticos. Un delgado y sonriente Enrique Chirinos Soto o Luis Gallo Porras trajeado con un elegante atuendo color claro. Apenas iniciaron los primeros oradores se invocó al Todopoderoso para que los iluminara. Hablaban de paz pero no había paz. Hablaban de libertad y no había libertad. Los amigos de Odría se mostraban dispuestos a aceptar la jefatura de un independiente. Independiente era un decir, puesto que se proponían seguir controlando el Congreso y la caja registradora. Para ponerlo de manera elegante, lo que pretendían era seguir controlando los negocios públicos. Mientras hablaba Julio de la Piedra, un ácido latifundista norteño, Manongo se dormía y sólo un carraspeo de su vecino logró disipar su sueño. Algunos escuchaban atentos con la compañía de un cigarrillo Lucky Strike. Otros, fijaban los ojos hacia el techo abovedado o hacia una pintura al óleo de Francisco Pacheco.
De pronto, llegó un anciano de levita negra y pantalón listado discretamente zurcido, con un sombrero negro de hongo en una mano y, en la otra, un bastón. Llevaba unos viejos escarpines que cubrían sus zapatos recién lustrados. Él no viajaba en carruaje o en una elegante limosina con chófer, ni llegó a París o Londres, ni tampoco había tomado una copa de champagne ni probado un poco de caviar. En sus brillantes ojos negros se representaba toda la tragedia del Perú. Esa inmensa mayoría que los dominicos no habían invitado. La sala quedó en silencio. El anciano avanzó lentamente hasta sentarse en el coro junto a los periodistas pero cerca a los poderosos. Miró Quesada y Wiese cruzaban miradas sin saber qué decir. Se trataba de Pedro Cordero y Velarde, el Apu Inca Verdadero. Hasta ese instante, los pretendientes al sillón de Pizarro habían estado discurseando sobre Dios, la Patria, el orden establecido, las instituciones públicas y la seguridad. ¿De qué podrían hablar ahora, frente a la otra cara del Perú? Esa cara que no era feliz. Cordero y Velarde escuchaba en silencio. Pasado unos minutos, intervino en su condición de Apu Inca Verdadero pero tras el desorden y enredo de sus palabras, se supo que otro tipo de paz era la que se necesitaba. No fue su voz, sino el ridículo de aquellos príncipes obligados a escucharlo, lo que convirtió a ese cónclave en el más completo fiasco de la derecha peruana. A la mañana siguiente, "La Prensa" destacó en primera plana a Cordero y Velarde junto a los organizadores de aquella reunión de potentados en tránsito a obtener uno de ellos, la ansiada banda presidencial. La noticia no sólo causó revuelo en Lima, sino que fue motivo para las carcajadas durante semanas, días y hasta meses. Sin embargo, casi nadie se percató que el Apu Inca Verdadero había modificado una parte de la historia del Perú.
Fuente: Los Apachurrantes años 50, Guillermo Thorndike
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