sábado, 31 de marzo de 2018

RECUERDOS DE UN PADRE

La miopía hacía que mirase fijamente, tratando de ver, pero no siempre viendo con claridad. ¡Papá, tú no usas anteojos por pretencioso! Y es que don Manuel González Prada se estaba poniendo cada día más y más miope, pero no le importaba quedarse sin visión, con tal de no perder ese porte gallardo que tenía.
Era alto y esbelto -medía un poco más del metro ochenta-, de complexión atlética y muy elegante. Sus ojos eran azules y su nariz perfecta. Sus cabellos plateados y su bigote agresivo. Tan agresivo como su barbilla. Y su voz, su voz, pues, era casi como un susurro y su sonrisa casi imperceptible. Blanca la corbata y negro o azul el corte del traje severo. Hasta los cuarenta y cinco usó patillas al puro estilo español; pero un día, yendo por la calle, se miró a un espejo y se vio, según él, tan absurdo con aquellos pelos, que entró a la primera barbería que encontró en su camino y se las hizo afeitar. Hasta los últimos años de su vida caminó de manera muy erguida. Un periodista chileno, Jorge Hübner Bezanilla, que, por el diecisiete, pasó varios meses en Lima, escribió, poco después de la muerte de Prada, que lo vio pasar cientos de veces por las calles de la capital y siempre lucía alto y magnífico. Aunque siempre andaba del brazo de Adriana, su esposa, una mujer muy hermosa que lo miraba con adoración, atraía de todas maneras las miradas de todos aquellos que pasaban a su costado. Prada tenía una personalidad muy fuerte, un polemista, sin embargo, nunca mantuvo una controversia pública. Su estrategia era atacar y solo atacar sin replicar al adversario. Ningún insulto ni calumnia logró cambiar su línea. Lo pintaban como un hombre violento y amargado. Mas no era así. Dentro de su casa era otro. Era un Prada muy distinto. Tan distinto a lo que manifestaba en sus escritos sobre política y religión, tan severos y agresivos. En casa era tranquilo y pacífico; alegre y juguetón. Don Manuel era, étnicamente, casi totalmente español. Su familia, por ambas líneas, venía del Reino de Galicia, pero también tenía sangre irlandesa, por su abuela materna, hija de madre española y padre irlandés de apellido O'Phelan. El propio Alfredo, se sorprendía de los rasgos irlandeses de su padre. Lo encontraba muy parecido a un político natural de esas tierras, Charles Stewart Parnell, que andaba casi por la misma edad de don Manuel. El parecido era notable, solo que Parnell llevaba barba y Prada no. Pero era la misma nariz, los mismos ojos, la misma frente y hasta la misma arrogancia.

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González Prada vivía junto a Adriana y su hijo Alfredo, en una casita muy bonita y atrayente en el centro de Lima, en una calle que se llamaba La Puerta Falsa del Teatro, al costado del Teatro Municipal (hoy Segura). Tenía un solo piso. En la parte de atrás había un pequeño patio con pisos de losetas sevillanas, estaba lleno de macetas con plantas y con abundantes geranios, algunas margaritas y unos cuantos pensamientos. Por una de las paredes se descolgaba una colorida buganvilia. Al costado de la puerta de entrada a la casa había una ventana. Una ventana con esas rejas como las de antaño. Por esa reja crecía una vistosa pasionaria o madreselva. En las noches, cuando el cielo se torna de un azul cobalto intenso, por aquella ventana tapizada por la verde enredadera, se dejaba ver la tenue luz de la lámpara del escritor. Solía levantarse temprano, no tanto así como madrugar, pero era más o menos al sonar de las siete campanadas. Tomaba desayuno en familia y el resto del día lo pasaba en su escritorio leyendo y escribiendo, excepto el tiempo que ocupaba para ir a almorzar. Algunas veces, al mediodía, solía ir caminando hasta el colegio de Alfredo para recogerlo. Prada en la intimidad de su casa era afable, comunicativo y un bromista memorable. Alfredo lo podía interrumpir cuantas veces quisiera. Si no siempre esas interrupciones eran bienvenidas sí era muy tolerante. ¡Pero papá, le decía, tú no haces nada, tú lees todo el tiempo! Él se reía divertido, no respondía nada, pensaba, tal vez, en algunos maliciosos que no hacían otra cosa más que creer que era un ocioso. No podían entender la extenuante tarea de un hombre dedicado a las letras. No les cabía en la cabeza que alguien tan inteligente se contentara con un pequeño ingreso y no buscara ocupar un alto cargo en el gobierno. Es que no le interesaba. Lo que le ofrecían no iba con sus principios y eso bastaba para no aceptarlos. Lo único que aceptó, porque iba a estar rodeado de libros, fue la dirección de la Biblioteca Nacional, allá por 1912. Y en su biblioteca particular se sentaba en una silla bastante incómoda. Era dura pero le gustaba y la quería. En esa silla don Manuel se la pasaba horas de horas corrigiendo sus agresivas páginas, o simplemente para pasar ratos en una posición estática e inmóvil. Parecía que no necesitaba un minuto de descanso. En el silencio de su biblioteca, lo acompañaba su vieja perra Nani y Michi, una traviesa gata de un andar elegante y sigiloso. A veces cualquiera de los dos animalitos saltaba sobre sus rodillas y se acurrucaban para dormir en sus piernas y Prada ni se movía, sólo los dejaba soñar.
Una de sus mayores fobias eran las cartas y el hecho de tener que responderlas. Sobre su escritorio podía amontonarse cerros de correspondencia, en espera de respuesta. Respuesta que la mayoría de veces nunca llegaba a escribir. Era como si las manos se le paralizaran. Alfredo alguna vez lo vio por largo rato con la pluma en la mano ante el papel intacto, completamente en blanco. Por el año quince a Alfredo se le dio por andar por la casa con una cámara para tratar de sacarle una instantánea a su padre. ¡Imposible! Y es que otra de las fobias de Prada era su propia fotografía. Cada vez que Alfredo "intentaba" enfocarlo con el lente, su padre le hacía mil y un muecas, riendo a más no poder y, claro, el que terminaba con el rostro triste era su hijo al no poder cumplir con su cometido. Pero un día ¡ay, lo logró! Logró sorprenderlo sentado en la mesa del comedor, preparando goma de pegar para sus papeles. Y si de papeles se trata. Los libros (cerca de tres mil volúmenes), fueron más que importantes en su vida. Cada uno de ellos era un tesoro. Un tesoro que cuidaba de las fastidiosas polillas que de vez en cuando rondaban las duras tapas. Por eso, cada año, se realizaba la ceremonia de "limpiar los libros". Él mismo preparaba su "polillicida" con una mezcla de kerosene, almidón y otros químicos. Entendía de químicos porque había tratado con ellos hacía muchos años atrás, en sus días de agricultor. El ambiente quedaba oloroso pero eso no importaba. Cuenta Alfredo que verlo coger un libro, era un verdadero placer. Los cogía con el mayor cuidado y respeto. Nunca marcaba una hoja, ni con la línea más tenue de un lápiz.
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En la mañana del lunes 22 de julio de 1918, Adriana le leyó algunos cables. Horas más tarde, hubo un pequeño temblor pero él, como de costumbre, ni se inmutó. A eso de las once, al colocarse los zapatos, le hizo notar a su esposa que sus piernas no estaban hinchadas como otras veces, "todavía puedo vivir unos tres años", le dijo. Ella le tapó la boca con un beso para que no siguiera hablando. Luego leyó un rato La Prensa. Alfredo no estaba. Era ya un diplomático y se encontraba en esos momentos en Buenos Aires. En el almuerzo apenas tomó un vaso de leche. De pronto, cerró los ojos sin seguir hablando. Murió de manera fulminante, de un ataque al corazón. Tenía setenta y cuatro años. Murió como él lo deseaba, tan repentinamente como un rayo, liberándose de una enfermedad. Una enfermedad que muchas veces puede ser el anuncio de una muerte.
Fuentes:
- Nuestra vidas son los ríos, historia y leyenda de los González Prada, Luis Alberto Sánchez
- Recuerdos de un hijo, Alfredo González Prada

EL PERIODISTA DEL SIGLO XIX

Andrés Avelino Aramburú Sarrio, gran escritor y periodista, "el periodista del siglo XIX", fue fundador y director del diario La Opinión Nacional, diario que se editó en Lima desde 1873 hasta 1914 y que fue uno de los más importantes a principios del siglo XX, junto a El Comercio y La Prensa. Figura bizarra y galante. Aramburú vestía siempre muy elegante. Siempre con levita, siempre con un ramo de violetas en la solapa y siempre con escarpines. Era muy hablador y muy entretenido; muy ameno pero también, muy agudo. Como orador, ¡ni hablar!, tenía un verbo bastante florido.
La Opinión Nacional era, claramente, opositor al régimen pierolista. En 1896, Aramburú fue llevado a juicio por una información difundida en su diario; juicio que llegó hasta las más altas esferas judiciales, convirtiéndose en un caso sensacional. En una de las audiencias se le dio la oportunidad al periodista de hacer uso de la palabra. Aramburú, siempre con su ramillete de violetas en el ojal, un poco más encorvado, con una barba que empezaba a encanecer y una sonrisa un tanto burlona; empezó su discurso con una curiosa frase. Frase que no solo fue motivo para que el auditorio, en su mayoría compuesto por estudiantes, reventara en aplausos, sino, también, que durante muchos años esas elocuentes palabras, dieron mucho que hablar:
"Vengo como el viajero perdido en el desierto, con las sandalias rotas, lleno de polvo y con las zarzas del camino".

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Pero volviendo a sus dotes como periodista; era de entenderse, entonces, del por qué Aramburú fue tan solicitado por todos los aspirantes a literatos y periodistas, allá en los primeros años de la década del diez. Pero había un muchacho que de manera muy especial, lo perseguía mañana tarde y noche. Le preguntaba de todo y donde quiera que fuera. En un principio Aramburú le respondía muy amablemente y con mucha cordialidad. Sin embargo, con el pasar de los días, de tanto acoso, la paciencia del agudo periodista se fue agotando cada vez más y más. Al encontrarse una mañana en la calle Mercaderes -en las afueras de una camisería cuyo dueño era un tal García-, comentando muy amenamente sobre los últimos chismes de la política nacional, llegó de pronto el aspirante. ¡Oh, no! ¡Ya va a empezar nuevamente! Y así fue, a los pocos minutos, qué minutos, a los pocos segundos empezó con una batería de preguntas: ¿Don Avelino, qué hace para tener siempre tan fresco ese ramo de violetas en el ojal? ¿Don Avelino, cómo hace para hablar y escribir tan bien? ¿Don Avelino, y qué hace para tener tanto auditorio y tanta simpatía? ¿Don Ave ........? ¡No puede ser, esto ya me colmó la paciencia, dijo! Oiga mi don Avelino, si usted no fuese lo que es, ¿qué le hubiera gustado ser? ¡Suficiente! Y así, harto como estaba, le respondió al aspirante de manera rotunda: ¡sordo, quisiera ser sordo, para no volver a escuchar tantas preguntas!
Don Andrés falleció en 1916 a los setenta y un años y su hijo, Andrés Aramburú Salinas, fue el director de la revista Mundial.
Fuentes:
- Historia de la República del Perú, Jorge Basadre
- Revista Variedades año 1923

domingo, 25 de marzo de 2018

UN JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI DIFERENTE

Su afición predilecta era viajar. "Soy un hombre orgánicamente nómade, curioso e inquieto", decía. Pero, sin embargo, tuvo que adaptar su vida y su trabajo a lo que él llamó sus "mudadas" condiciones físicas. Fue por ese motivo que adquirió los gustos que da el sedentarismo. En su casa de la calle Washington Izquierda, escribía a última hora sus cuartillas, escuchando como música de fondo, alguna sinfonía de Beethoven, su músico preferido. De allí tenía que mandarlas apurado hasta la imprenta. Eso, claro, lo hizo en la época que escribía para algunos diarios como El Tiempo, La Prensa y en el periódico que fundó junto a César Falcón y Humberto del Águila: La Razón. Además de algunas revistas como: Mundo Limeño, Mundial o Variedades. José Carlos Mariátegui había escrito siempre a máquina pero llegó un momento en que ésta le fatigaba. Fue así que tuvo que trabajar al lado de un mecanógrafo. Unas veces le dictaba y otras no. Es que no se acostumbraba a dictar. No aprendía a hacerlo. En otras ocasiones, le entregaba al mecanógrafo unas cuartillas pero eran horribles, según decía. Las hacía con una letra muy desigual, llenas de borrones y con un gran número de tachones.

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Mariátegui no tenía un poeta favorito. Afirmaba que "con los poetas pasa igual que con las mujeres, el poeta favorito no es siempre el mismo". Un tiempo gustó de Rubén Darío. Después fue Mallarmé y Apollinaire. Luego Parcoli, Heine hasta el último que fue Walt Whitman. Pero si no tenía un poeta favorito; sí sentía admiración por Cristóbal Colón y qué decir de Lenin, Einstein o el industrial y político alemán, Hugo Stinnes. Ellos tres eran para él, los hombres más representativos. Mas los que en la vida real ganaban su simpatía, eran el héroe anónimo de la fabrica, de la mina y del campo.
En una época buscaba expresar sus sentimientos más íntimos por medio de sus versos. Sobre ello, alguna vez confesó que no siempre eran comprendidos. Pocas personas los entendían, uno de ellos fue Valdelomar. Mariátegui quería mucho a Valdelomar. Y ese sentimiento era recíproco. "Te abrazo con toda mi alma, cojito genial", le escribió Valdelomar desde Trujillo en 1918. Pese al contraste, ambos eran inseparables. Valdelomar era de sonrisa despectiva y rostro amulatado; más bien alto que bajo. El rostro de Mariátegui era pálido, sonreía poco y de baja estatura. Caminaba como un gorrión a saltos, pero siempre sin descansos ni pausas. Siempre aferrado a un bastón. Un bastón simple. No como la ostentosa "malaca" de Valdelomar que la llevaba por puro gusto. De tarde en tarde se sentaban en el Palais Concert, en una de esas mesas pintadas de blanco con sus sillas de esterillas del color del cielo. El sonido de las copas al golpear, el murmullo de las conversaciones bizantinas y la música de fondo de la orquesta de las damas vienesas, hacía que ambos escritores, con sus voces aflautadas, dialogaran a gritos. Aunque muchas veces era nada más porque querían que los oyeran. Y fue allí, en el Palais, que una de esas cálidas tardes, entre una inmensa nube causada por el humo de los cigarrillos, cogieron tal como si fueran unas cuartillas, algunas servilletas. Al final de la tarde, y al encenderse los primeros faroles de la ciudad, el escrito tenía el sabor de un helado de pistachio, el aroma del café cortado y el ritmo de un vals vienés. Y si de música hablamos, de teatro también se puede. Eleonora Duse, era su actriz de teatro preferida. Había nacido en Italia y, según decía; era una dama crepuscular, fatigada y vieja. Vieja de sesenta y pico de años. Pero, ¡qué podía hacer!, ella era la actriz que más lo había emocionado.

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En Frascatti, Italia, allá por el año 1921, nació Sandro, su primer hijo y fue bautizado así por uno de sus pintores preferidos: Sandro Boticelli. Pero él no era el único. Vivía enamorado del arte de Da Vinci y Piero della Francesca. Del arte de los pintores franceses Matisse, Degas y Cezanne y del expresionismo del alemán Franz Marc.
Mariátegui, como Valdelomar y Yerovi; nacieron, vivieron y murieron escritores. Ninguno de los tres gozó ni sufrió de los cuarenta años. Los tres murieron jóvenes. José Carlos decía que no había escrito aún las páginas que más quería. Sin embargo, junto a don Manuel González Prada, Mariátegui es considerado como uno de los mejores escritores políticos. Si bien su prosa no tiene la grandeza y el brillo de la de Prada; la de Mariátegui es brillante, suave y diáfana.
Fuentes:
- Revista Variedades 1923
- Federico More, Un maestro del periodismo. Estudios preliminares: Osmar Gonzáles

DOS VICEPRESIDENTES AUSENTES

Decían que jamás gozó de buena salud. También que a raíz de los grandes convites y las malas noches, volvió a sufrir algo de su antigua enfermedad a la orina. A principios de 1863, el Presidente Miguel San Román cayó enfermo y a mediados de marzo de ese año, decidió trasladarse hasta su villa en el lejano balneario de Chorrillos. Allí continuó trabajando en su despacho junto a sus cinco ministros. Su estado al poco tiempo desmejoró, agravándose los últimos días de ese mismo mes. Sucedió que los médicos se equivocaron en el diagnóstico. Su verdadero mal no era la antigua enfermedad de la orina. La verdadera enfermedad del Presidente estaba en el hígado y los riñones.

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En una de esas cálidas mañanas de otoño, Ramón Castilla, que por entonces andaba por los sesenta y cinco, llegó hasta la villa y le dijo a San Román, con la franqueza con la que otros no se habían atrevido, para que "arreglara su conciencia y sus asuntos". Esa misma tarde, San Román, que se hallaba en compañía de su confesor, el padre Pedro Gual, hizo su testamento. De ese testamento se supo que solo dejaba una parte de la herencia que recibió de su padre y que su familia quedaba desamparada. Fue así que solicitó para ella "la protección de la patria". El jueves 2 de abril, mientras San Román recibía la extremaunción, entró a su dormitorio Castilla, a quien habían llamado expresamente. Luego de un rato, llegaron, José Rufino Echenique y Manuel Ignacio de Vivanco. Al día siguiente, a las once de la mañana, en aquel Viernes Santo de 1863, el Presidente murió en brazos de Castilla. Estaba próximo a cumplir los setentaiún años. Era la primera vez que en el país se iba a presenciar los funerales de un Presidente. Estos fueron muy sentidos, con grandes discursos y ceremonias majestuosas que terminaron seis días después, el 9 de abril, cuando fue enterrado en el cementerio Presbítero Maestro. Según algunos diarios, San Román no tuvo tiempo de hacer obras, ni de crearse enemigos como Jefe de Estado. Pero sí fue una sorpresa y para muchos, su tino y cordura.
El efímero Presidente falleció apenas a los cinco meses de haber asumido el cargo. Por cierto, Bernardo Alcedo, autor del Himno Nacional, compuso un "Himno Inaugural"; himno que fue cantado a toda voz, a toda orquesta y con todas las bandas militares la misma noche de la transmisión del mando, el 24 de octubre de 1862. Pero regreso al momento del fallecimiento. Resulta que el primer Vicepresidente, el general Juan Antonio Pezet, no estaba en el país. Había viajado a Europa. Y el segundo Vicepresidente, el general Pedro Diez Canseco, tampoco estaba, se hallaba en esos momentos en Arequipa. Mientras esto sucedía y mientras Diez Canseco emprendía el viaje de retorno a la capital, en algunos corrillos se preguntaban quién podía asumir momentáneamente el cargo. Algunos opinaban que el poder debía quedar en manos del Consejo de Ministros. Otros, sin embargo, pensaban en un Presidente transitorio nombrado por el Congreso. Un tercer grupo no estaban de acuerdo con ninguna de las opiniones anteriores y pensaban que la autoridad le correspondía al prefecto de Lima. Finalmente, los jefes de la guarnición de Lima, acordaron dar el mando a don Ramón Castilla. Lo escogieron a él porque en esos momentos era el militar de más alto grado, además, consideraban que merecía la confianza. Castilla asumió, pues, el día 3 y el 9 de abril, se encargó de la dirección del Estado.

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Cuentan que desde la victoria electoral de San Román, éste recibía todas las noches en Torre Tagle, lugar donde se alojaba, a cientos de visitantes. Visitantes de todos los partidos políticos con los que el Presidente se mostraban bastante afable y los visitantes, se sentían bastante a gusto con él. Sin embargo, Castilla al poco tiempo quedó desengañado del Presidente. Incluso en varias ocasiones llegaron hasta sus oídos, algunos rumores de que San Román había dado órdenes para apresarlo.
Castilla, considerado un self-made-man, es decir, un autodidacta, tenía algunos enemigos que temían que se apoderara del poder. Se produjo hasta un pánico a nivel comercial. Sin embargo, no pasó lo que muchos se imaginaban. Castilla ejerció el cargo hasta la llegada de Diez Canseco. El segundo Vicepresidente, entonces, llegó a Lima en el mismo instante en que el cadáver de San Román salía de la Catedral. Pasaron varios meses y recién, el 5 de agosto de 1863, cuando regresó el primer Vicepresidente al país, Diez Canseco le transmitió el mando.

Fuente:
- Historia de la República del Perú, Jorge Basadre, Tomo III
- Hombres e ideas en el Perú, Jorge Guillermo Leguía

DE LAS ESENCIAS, LOS AROMAS Y PERFUMES EN LA LIMA ANTIGUA

Antes, hace ya muchos años atrás, se desconocía la diversidad de esencias que existían. Muchos hombres no usaban perfumes. En cambio las damas limeñas, desde el siglo XVI, gastaban en las aguas de olor destiladas por los azahares y rosales de sus patios y sus chacras. Algunas se contentaban con que tan solo la ropa interior tuviera, aunque sea una pizquita de aroma a jazmines, rosas y hasta un vestigio del olor del sahumerio. Sin embargo, poco a poco fueron llegando algunos aromas desde el extranjero, sobre todo, del viejo continente. Aromas con mezclas más complicadas y seguramente un tanto más extrañas y hasta exóticas. Tremenda fama adquirió la esencia de la bergamota. La bergamota naranja, era una mezcla entre el limón y la naranja amarga. La usaban allá por el 1850. El perfume era fortísimo y bastante pegajoso, ideal para las damas elegantes de la época. Por aquellos años, las viejitas y las no tan viejitas, colocaban en un platito un surtido de olorosas mixturas. Juntaban un tanto de ñorbo -una flor pequeña y aromática- algo parecida a la pasionaria, la flor de la pasión, aquella trepadora que adornaba las clásicas ventanas de rejas. Agregaban un poco de palillo o unas cuantas ramitas de canela. Una fragante manzana verde o colorada, unos coloridos capulíes y jazmines en abundancia. No era raro, ni nada del otro mundo, que esa mixtura se hiciera sahumar. Toda esa mezcla alcanzó no solo fama, sino, también, una importancia en la alta sociedad. Servía para todo y para todos. Para poner olorosas las habitaciones y para ofrecer un puñadito a las visitas. Es que las visitas, no podían irse de la casa con las manos vacías. Tenían que llevarse su puñado de aromáticas esencias. Además las mixturas servían para el regalo de cumpleaños de la comadre o la suegra. Cursi se vería hoy en día, de repente, entregar a la amiga, la prima o a cualquier otra visita, un puñado de estas mixturas. Sin embargo, por esos años, era más poético obsequiarlas que invitar una simple taza de té.

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Y así pasaron los meses y los años y a la Ciudad de los Reyes fueron llegando novedosos perfumes europeos. Algunos de ellos se quedaron con sus nombres originales, por lo general el de alguna flor. Otros en cambio, fueron rebautizados con nombres estrafalarios, huachafos y con un toque de cursilería: "Te Adoro" o "Mentirosa"; "Eres Hermosa" y no podía faltar uno que se llamase "Soy Linda". Corre el tiempo y los sahumerios fueron desapareciendo y la esencia de la bergamota se guardó en el fondo de un viejo cajón. El cajón de los recuerdos. Luego entraron con fuerza las destilaciones europeas, que consiguieron un cupo importante en el mercado limeño. En los lavatorios de las casas se colocaban una serie de pomitos con las esencias más diversas y fragantes. Y así como el sahumerio pasó a la historia, las mixturas quedaron en el olvido. Aparecieron en escena los pañuelos. Pañuelos olorosos y fragantes que se convirtieron en los principales protagonistas de la sociedad. La moda cambió. La moda en los hogares era rocear los pañuelos de las damas o los caballeros con algún aroma. Despedían a las visitas ya no con el puñadito de mixtura, había que echarles algunas olorosas esencias de un "Yo te Amo" sobre sus delicados pechos.

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El tiempo corre, el tiempo pasa volando y a Lima va llegando el Agua de Florida, después el Agua de Kananga y más tarde la tan famosa Agua de Colonia, inventada hace más de trescientos años, por un italiano en la ciudad de Colonia, Alemania. La Kananga para los chamanes, el vudú y los rituales esotéricos. Servía para la limpieza, para llamar a la suerte y la prosperidad. Para atraer el amor o para eliminar las energías pesadas. Pero lo que tenía una enorme importancia era el Agua de Florida. Creada en la ciudad de Nueva York allá por 1808. Agua refrescante de aroma a cítricos y al ámbar; del almizcle y el benjuí. Servía para mil y un usos. Desde un perfume o como remedio para el corazón y el dolor de estómago; el de muelas y de garganta. Útil para las gárgaras. Solo había que mezclarla con agua tibia y listo, se iniciaba la conocida tonadilla. Y si a Fulanita le dio la pataleta, pues su Agua de Florida para la rabieta. Mengano tiene algunas palpitaciones, su Agua de Florida al instante. Un moretón o un chichón en la cabeza del niño, su pañito con su Agüita de Florida. Para la jaqueca, el reuma o los antipáticos callos. En los calurosos días de verano, la mezclaban con agua y servía para rellenar los chisguetes de carnaval.
Estas viejas costumbres del sahumador o del baulito con el aroma de alcanfor, de los palillos y los ñorbos. De los capulíes, de la lavanda o la violeta; daban a los hogares un aire sedante y delicado. Y algo más, las ropas no podían ser usadas tal cual venían de la batea. Imposible que rozaran la piel sin antes coger un gotero y echarles unas cuantas gotas de algún aroma. Y de eso se encargaban las manos de la abuela o la esposa. Aromas y fragancias como el de las rosas o el limón; de la naranja o de los infaltables jazmines.
Fuente: "Estampas limeñas", José Gálvez. Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1966

domingo, 11 de marzo de 2018

MIS RECUERDOS DE VALLEJO

Ángela Ramos fue en esos tiempos, los tiempos de Augusto B. Leguía, de La Prensa, La Crónica o de El Tiempo; de Mundial y Variedades; de las tertulias en casa de José Carlos, del Estrasburgo o el Palais Concert; una de las pocas mujeres que tuvo la suerte de conocer la amistad del poeta César Vallejo. Una amistad breve pero intensa. Breve en el tiempo pero tan intensa para dejar un recuerdo imborrable. Mis recuerdos de Vallejo, menciona, se pierden allá, en los días de mis días. Fue por los años 1922 o 1923 cuando Ángela conoció personalmente al poeta en la librería "La Aurora Literaria", la de madame Rosay, en la calle Baquíjano, casi frente al edificio de La Prensa, lugar que era punto obligado de encuentro de los escritores de aquella época. Una impresión muy fuerte le produjo. Sería su cabellera negra y lacia, la profundidad de sus ojos o esas arrugas en su rostro o, de repente, su gran frente. 
Nacida en el Callao en 1886, Ángela era una mujer de espigada figura, delgada y buena moza. Fue una de las primeras periodistas del siglo XX además de escritora, crítica literaria y de arte y militante socialista. Fue ella una de las pocas mujeres que asistió al entierro de José Carlos Mariátegui, allá por 1930, en una época en que las mujeres no acostumbraban asistir a los sepelios.

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Se conocieron una mañana en la Aurora Literaria, apenas pasaron diez minutos estaban tuteándose como si fueran viejos amigos. Él era un hombre de finos modales y discreto. Era un bohemio y ella también. Ángela fue la única mujer de letras bohemia en el Perú. Pese a que esta mujer era amiga de todos los bohemios aficionados a la dipsomanía, ella jamas bebió una copa de licor, ni siquiera un champagne, y menos tuvo nada que ver con el mundo de las drogas. Vallejo era su amigo mas no su confidente. Podía ser su camarada, pero no íntimo. Es que en Vallejo había un cierto pudor, un recato, que no le permitía ser confidencial. Era reservado y ponía distancia con los que no pensaban como él. No lo hacía con brusquedad. Lo que hacía era ponerse a leer "con mucho interés" un libro aunque ese libro no lo estuviera leyendo de verdad. De esa manera, menciona Ángela, espantó a muchas moscas. Mejor dicho a cansarlas. Recuerda que una tarde que se encontraron en las puertas de la Aurora, después que un diario local emplazaba al poeta a explicar su propia poesía. Un poema que comenzaba así: "¡Luna! Corona de una testa inmensa, ...... Se imaginó que lo iba a encontrar fastidiado y hasta triste. Sin embargo, se sorprendió al verlo reír con muchas ganas, hasta se mostraba bastante despreocupado y exclamó sin dejar de reír:

- "¡Pero si es un perote!"
- "¡U-n p-e-r-o-t-e!"
- "¡Jajaja .....! El que pueda comprender que comprenda". 

Y lo dijo sin malevolencia, sin ánimo de ofender a nadie, ni aún al mismo crítico que afirmaba no comprender nada de sus versos y emplazaba al mismo autor a que los explicase. Lo que Vallejo quería decir era que la poesía se comprende directamente o no se comprende nunca. A Ángela le gustaba bromear. Recuerda que una vez, y para sacarlo de sus casillas, se le quedó mirando fijamente:

- "¿Por qué me miras así?
- "Estoy admirando -le respondió- ¡tu genial fealdad!

Y él, con una risa triste, pero ancha y cordial, le respondió:

- "Hermana, qué feo no seré que tienes que inventar un adjetivo".

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Un día la encontró llorando entre los cientos de libros de la "Aurora Literaria". Lloraba por amor y él lo sabía. Ángela por aquel tiempo andaba en amores con el periodista Felipe Rotalde a quien conoció en la redacción de La Crónica.
- ¡"No me mires que estoy llorando y me pongo muy fea"! Y Vallejo al hilo y sin pestañear le respondió con plena ternura:
- "Nunca es tan bella una mujer como cuando ha llorado .......".

Ambos guardaron silencio. Aquellas palabras fueron como un relámpago. Un relámpago que mostraba hasta lo más profundo el alma del poeta. Vallejo, con esos ojos profundos, que lo caracterizaban, le dijo: "Ángela, yo siempre he llegado tarde". Él era el que llegaba más tarde a la Aurora. "Si yo no fuese tímido y tú burlona, ahora no estarías llorando". Luego de unos minutos, la invitó a dar una vuelta. En las calles algunos faroles habían sido encendidos y desde algunos cafés llegaban lejanas risas. Doblaron por la "Casa de Piedra", por la calle de Jesús María, y se fueron de la mano como dos hermanos ......
Y después ya lo vio poco. Vallejo estaba atareado en sus preparativos de viaje y en ver la manera de conseguir el dinero necesario para poder lograrlo. Se volvieron a ver pasado unos días. Ambos se encontraban muy apurados. "Solo puedo vivir bien en mi terruño o en París -le dijo-. El día que te resuelvas ....... ya sabes. En París se puede ser algo".
"París conoció su genio, vio su desfallecimiento, recibió su último hálito. París lo guarda celoso como a Verlaine, Mallarmé, Baudelaire, sus iguales. No le comprendimos, no le quisimos, no le hicimos feliz .........."
Ángela vivió lúcida hasta los noventa y dos años, hasta que dijo sentirse cansada y decidió que era hora de partir.
Fuente:
- "Vallejo y Barranco", M. Gonzalo Bulnes Mallea
- "Diario UNO", Denis Merino