La miopía hacía que mirase fijamente, tratando de ver, pero no siempre viendo con claridad. ¡Papá, tú no usas anteojos por pretencioso! Y es que don Manuel González Prada se estaba poniendo cada día más y más miope, pero no le importaba quedarse sin visión, con tal de no perder ese porte gallardo que tenía.
Era alto y esbelto -medía un poco más del metro ochenta-, de complexión atlética y muy elegante. Sus ojos eran azules y su nariz perfecta. Sus cabellos plateados y su bigote agresivo. Tan agresivo como su barbilla. Y su voz, su voz, pues, era casi como un susurro y su sonrisa casi imperceptible. Blanca la corbata y negro o azul el corte del traje severo. Hasta los cuarenta y cinco usó patillas al puro estilo español; pero un día, yendo por la calle, se miró a un espejo y se vio, según él, tan absurdo con aquellos pelos, que entró a la primera barbería que encontró en su camino y se las hizo afeitar. Hasta los últimos años de su vida caminó de manera muy erguida. Un periodista chileno, Jorge Hübner Bezanilla, que, por el diecisiete, pasó varios meses en Lima, escribió, poco después de la muerte de Prada, que lo vio pasar cientos de veces por las calles de la capital y siempre lucía alto y magnífico. Aunque siempre andaba del brazo de Adriana, su esposa, una mujer muy hermosa que lo miraba con adoración, atraía de todas maneras las miradas de todos aquellos que pasaban a su costado. Prada tenía una personalidad muy fuerte, un polemista, sin embargo, nunca mantuvo una controversia pública. Su estrategia era atacar y solo atacar sin replicar al adversario. Ningún insulto ni calumnia logró cambiar su línea. Lo pintaban como un hombre violento y amargado. Mas no era así. Dentro de su casa era otro. Era un Prada muy distinto. Tan distinto a lo que manifestaba en sus escritos sobre política y religión, tan severos y agresivos. En casa era tranquilo y pacífico; alegre y juguetón. Don Manuel era, étnicamente, casi totalmente español. Su familia, por ambas líneas, venía del Reino de Galicia, pero también tenía sangre irlandesa, por su abuela materna, hija de madre española y padre irlandés de apellido O'Phelan. El propio Alfredo, se sorprendía de los rasgos irlandeses de su padre. Lo encontraba muy parecido a un político natural de esas tierras, Charles Stewart Parnell, que andaba casi por la misma edad de don Manuel. El parecido era notable, solo que Parnell llevaba barba y Prada no. Pero era la misma nariz, los mismos ojos, la misma frente y hasta la misma arrogancia.
González Prada vivía junto a Adriana y su hijo Alfredo, en una casita muy bonita y atrayente en el centro de Lima, en una calle que se llamaba La Puerta Falsa del Teatro, al costado del Teatro Municipal (hoy Segura). Tenía un solo piso. En la parte de atrás había un pequeño patio con pisos de losetas sevillanas, estaba lleno de macetas con plantas y con abundantes geranios, algunas margaritas y unos cuantos pensamientos. Por una de las paredes se descolgaba una colorida buganvilia. Al costado de la puerta de entrada a la casa había una ventana. Una ventana con esas rejas como las de antaño. Por esa reja crecía una vistosa pasionaria o madreselva. En las noches, cuando el cielo se torna de un azul cobalto intenso, por aquella ventana tapizada por la verde enredadera, se dejaba ver la tenue luz de la lámpara del escritor. Solía levantarse temprano, no tanto así como madrugar, pero era más o menos al sonar de las siete campanadas. Tomaba desayuno en familia y el resto del día lo pasaba en su escritorio leyendo y escribiendo, excepto el tiempo que ocupaba para ir a almorzar. Algunas veces, al mediodía, solía ir caminando hasta el colegio de Alfredo para recogerlo. Prada en la intimidad de su casa era afable, comunicativo y un bromista memorable. Alfredo lo podía interrumpir cuantas veces quisiera. Si no siempre esas interrupciones eran bienvenidas sí era muy tolerante. ¡Pero papá, le decía, tú no haces nada, tú lees todo el tiempo! Él se reía divertido, no respondía nada, pensaba, tal vez, en algunos maliciosos que no hacían otra cosa más que creer que era un ocioso. No podían entender la extenuante tarea de un hombre dedicado a las letras. No les cabía en la cabeza que alguien tan inteligente se contentara con un pequeño ingreso y no buscara ocupar un alto cargo en el gobierno. Es que no le interesaba. Lo que le ofrecían no iba con sus principios y eso bastaba para no aceptarlos. Lo único que aceptó, porque iba a estar rodeado de libros, fue la dirección de la Biblioteca Nacional, allá por 1912. Y en su biblioteca particular se sentaba en una silla bastante incómoda. Era dura pero le gustaba y la quería. En esa silla don Manuel se la pasaba horas de horas corrigiendo sus agresivas páginas, o simplemente para pasar ratos en una posición estática e inmóvil. Parecía que no necesitaba un minuto de descanso. En el silencio de su biblioteca, lo acompañaba su vieja perra Nani y Michi, una traviesa gata de un andar elegante y sigiloso. A veces cualquiera de los dos animalitos saltaba sobre sus rodillas y se acurrucaban para dormir en sus piernas y Prada ni se movía, sólo los dejaba soñar.
Una de sus mayores fobias eran las cartas y el hecho de tener que responderlas. Sobre su escritorio podía amontonarse cerros de correspondencia, en espera de respuesta. Respuesta que la mayoría de veces nunca llegaba a escribir. Era como si las manos se le paralizaran. Alfredo alguna vez lo vio por largo rato con la pluma en la mano ante el papel intacto, completamente en blanco. Por el año quince a Alfredo se le dio por andar por la casa con una cámara para tratar de sacarle una instantánea a su padre. ¡Imposible! Y es que otra de las fobias de Prada era su propia fotografía. Cada vez que Alfredo "intentaba" enfocarlo con el lente, su padre le hacía mil y un muecas, riendo a más no poder y, claro, el que terminaba con el rostro triste era su hijo al no poder cumplir con su cometido. Pero un día ¡ay, lo logró! Logró sorprenderlo sentado en la mesa del comedor, preparando goma de pegar para sus papeles. Y si de papeles se trata. Los libros (cerca de tres mil volúmenes), fueron más que importantes en su vida. Cada uno de ellos era un tesoro. Un tesoro que cuidaba de las fastidiosas polillas que de vez en cuando rondaban las duras tapas. Por eso, cada año, se realizaba la ceremonia de "limpiar los libros". Él mismo preparaba su "polillicida" con una mezcla de kerosene, almidón y otros químicos. Entendía de químicos porque había tratado con ellos hacía muchos años atrás, en sus días de agricultor. El ambiente quedaba oloroso pero eso no importaba. Cuenta Alfredo que verlo coger un libro, era un verdadero placer. Los cogía con el mayor cuidado y respeto. Nunca marcaba una hoja, ni con la línea más tenue de un lápiz.
En la mañana del lunes 22 de julio de 1918, Adriana le leyó algunos cables. Horas más tarde, hubo un pequeño temblor pero él, como de costumbre, ni se inmutó. A eso de las once, al colocarse los zapatos, le hizo notar a su esposa que sus piernas no estaban hinchadas como otras veces, "todavía puedo vivir unos tres años", le dijo. Ella le tapó la boca con un beso para que no siguiera hablando. Luego leyó un rato La Prensa. Alfredo no estaba. Era ya un diplomático y se encontraba en esos momentos en Buenos Aires. En el almuerzo apenas tomó un vaso de leche. De pronto, cerró los ojos sin seguir hablando. Murió de manera fulminante, de un ataque al corazón. Tenía setenta y cuatro años. Murió como él lo deseaba, tan repentinamente como un rayo, liberándose de una enfermedad. Una enfermedad que muchas veces puede ser el anuncio de una muerte.
Fuentes:
- Nuestra vidas son los ríos, historia y leyenda de los González Prada, Luis Alberto Sánchez- Recuerdos de un hijo, Alfredo González Prada