miércoles, 30 de mayo de 2018

POR EL VIEJO JIRÓN DE LA UNIÓN

A mediados de la década del diez, Lima era una pequeña aldea. Una aldea polvorienta y somnolienta. Era una Lima confidencial y silenciosa; una Lima donde todos se conocían y una Lima gentil pero no melosa. Bastaba un saludo o tan solo una frase para citarse nada más al encontrarse. Una Lima para reunir a dos amigos a tomar "cualquier cosa" y cualquier cosa ya sabía el camarero qué significaba. Para uno llevaba un pisco ligeramente teñido del color del vermouth con un toque de amargo y para el otro, un pisco coloreado un tanto aromático. Y aromático era el perfume de las flores cuando a la hora del meridiano aparecían andando algunas floristas llevando en sus canastas grandes y coloridos jazmines y es que en esas épocas no había más ambulantes que aquellas floristas y unas cuantas fruteras vendiendo sus paltas, paltas que eran todo un lujo traídas desde la aún lejana Chanchamayo.
El jirón de la Unión es tan antiguo como la Fundación de Lima. Antes de llamarse así, cada una de sus once cuadras llevaba un nombre diferente, de acuerdo a algún negocio o dependencia que allí se encontraba. Puente de Piedra, Palacio, Portal de Escribanos, Mercaderes, Espaderos, La Merced, Baquíjano, Boza, San Juan de Dios, Belén y Juan Simón. Sin embargo, donde reinaba el encanto y el deleite; los galanes y el glamour, estaba entre la Plaza de Armas y la antigua Plazuela de la Micheo que dio paso, años más tarde, a la Plaza San Martín.

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Eran los tiempos de la Belle Époque, eran los tiempos de los cambios de gustos y colores. Eran los tiempos del champagne y del ajenjo; del caviar y de los champiñones. Eran los tiempos del Palais Concert y de la Aurora Literaria y eran los tiempos de las mujeres bonitas que llamaban la atención con sus trajes ceñidos, sus sombreros de ala ancha, sus inmensas plumas o flores y tules o gasas. Eran los tiempos de los políticos y de los no tan políticos; de los tenorios y de los dandis que aparecían al repiquetear de las doce campanadas de La Merced. Siempre elegantes y siempre llamativos y llamativos eran los llamados "huachafos" que, al caer el sol, salían a la luz perfumados de su aroma favorito, la Violeta de Parma; y de tonos rosas y violetas eran, en ese distinguido jirón, algunas de las vistosas vitrinas. Y a las seis de la tarde, las damas asistentes a la vermouth del Teatro Excelsior, recibían sus 'boutonnieres' de flores. Por ese paseo nacieron y murieron muchos amores; hubo muchos encuentros y también desencuentros. Una famosa cigarrería era el mentidero de moda allí, junto a la calle Mantas, donde escritores y periodistas entraban y salían presurosos de Mundial y en Mercaderes estaba la peluquería de un tal Guillén donde los señores, recién rasurados, salían a las puertas para que las señoras los vieran luciendo sus grandes bigotes. La gente se saludaba quitándose el sombrero y sin sombrero podían acabar algunos si se refrescaban y estimulaban con un trago de más en las Gotas Amargas y la redacción de Variedades estaba a unos cuantos pasos nada más y era Clemente Palma, su director, que acompañado de un cigarrillo Zuzini en la mano al lado del estupendo fotógrafo, don Manuel Moral, saludaba de una manera no muy efusiva a don José Pardo y Barreda que a inicios del siglo, siendo Presidente de la República, al lado de su alto y delgado edecán y muy elegantemente trajeado de negro con sus finas corbatas parisinas, caminaba tranquilo por sus angostas veredas recibiendo el saludo amable de unos y no tan amable de otros. Eran otras épocas. Pero dejando atrás a Clemente con sus grandes y gruesos bigotes y a don Manuel con sus poses de don Juan; sobre la calle Espaderos, se erguía, en la puerta del Broggi y Dora, la figura alta, carismática y galante del director de la Opinión Nacional, don Andrés Aramburú, siempre de levita, siempre con un ramo de violetas en la solapa y siempre con escarpines. Aramburú podía conversar largo rato con algunos políticos, acompañados de la especialidad de la casa: un bitter batido o un cocktail de fresas.

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Eran otros tiempos donde sobraba el tiempo. Pero el tiempo pasó y también pasó la Belle Époque y pasaron Valdelomar y Mariátegui; Vallejo y Pradita. Pasaron el Palais Concert y la Aurora; el Broggi y Dora y las Gotas Amargas. Pasó el Jardín de Estrasburgo y los valses de las sonrosadas damas vienesas. Muchos se fueron y otros llegaron como llegaron los treinta y las afinadas siluetas; los cuarenta con sus grandes Cadillacs y los lujosos Lincoln que recorrían el viejo jirón y llegaron los cincuenta. Los cincuenta y, sobre sus rieles, los tranvías traqueteando lento por las angostas calles con su conductor vestido de uniforme azul y kepi y azules eran tal vez, los antiguos colectivos, pesados y parsimoniosos. Eran antiguos pero no tanto como el antiguo jirón con sus casonas coloridas y sus hermosos balcones incrustados como joyas sobre sus fachadas. Lima era aún pequeña, pacata y silenciosa. Por aquellos días, los caballeros andaban muy elegantes con sus sombreros y sus corbatas y es que en esa época usaban tirantes y ligas para sostener sus calcetines de seda y si el calor los sofocaba, rara vez se despojaban de sus chaquetas pues era de mala educación andar con solo la camisa y ni hablar de mostrar la camiseta. A jironear también iban los jóvenes galanes a piropear y mirar a las mujeres en sus compras con sus trajes elegantes, sus sombreros y sus guantes. Allí, en el jirón de la Unión, quedaban las mejores tiendas y las mejores joyerías. La antigua Casa Welsch, fundada en los años que Castilla gobernaba. La Casa Crevani donde los ricos compraban sus finas corbatas y los cueros de Pedro P. Díaz.
Unos cuantos mendigos asomaban por los atrios de la Catedral. En el jirón se podía sentir el andar de don Pedro Cordero y Velarde o escuchar el musical silbato del guardia Nonone. Algunos ambulantes ofrecían su maní o sus habas y las fruteras que, con sus canastas al brazo, recorrían las calles con sus voces que, como un eco, retumbaban en ciertas esquinas donde el sol ardiente del verano calentaba: a sol la manzana, a sol a sol. "Qué lleva casero", le preguntaban a Pedro Beltrán en su ruta hacia La Prensa donde Ron lo esperaba para abrirle las puertas. Pero también estaban las tiendas de papelería fina y los almacenes de finas telas importadas. Y las confiterías repletas a la hora del té y los restaurantes familiares como el Pedrín o el Raimondi. Y en todas partes habían los sitios de paso, para de paso y bajo la sombra de un cálido toldo beber un bitter de coca y batir los dados como en el Cuneo y Bandirola; o beber los mañaneros expressos en el Café Viena. Y cómo olvidar de los mejores y más sabrosos helados de vainilla con espeso sirope de chocolate en la Botica Francesa. Lima era pequeña como en la década del veinte. No había smog ni tráfico endemoniado ni bocinas ni autos veloces pero sí un auto negro que pasaba raudo y veloz, era el de Esparza Zañartu. Recorrer el viejo jirón de la Unión era encantador, era un placer, era un deleite y es que era el centro de la ciudad.

Fuentes:
- Federico More, Un maestro del periodismo
- Valdelomar y la Belle Époque, Luis Alberto Sánchez
- Los apachurrantes años 50, Guillermo Thorndike
- Historia de una pasión, la prensa peruana y sus protagonistas. Tomo I (1948-1963), Domingo Tamariz Lúcar

domingo, 27 de mayo de 2018

CUANDO MI ABUELO LLEGÓ AL PERÚ

La hacienda Prochorowa, ubicada a sesenta kilómetros al norte de Odessa (hoy Ucrania), a orillas de lo que algunos denominan "La Perla del Mar Negro", era un lugar que, por aquella época, formaba parte de Polonia bajo la dominación del Imperio Ruso gobernado, por entonces, por el zar Alejandro III, Rey de Polonia y Gran Duque de Finlandia. Aunque en los inviernos a Prochorowa la envolvía una atmósfera gélida y gris; en los días de primavera y verano el cielo era azul, claro y diáfano como azules eran sus noches estrelladas. La rodeaba un pintoresco bosque de grandes hileras de esbeltos ficus y robustos robles. Aquellos eran los días en que Prochorowa se cubría de una fragancia intensa, tan intensa que dominaba todo el lugar. Florecían las frambuesas y las fresas; las violetas silvestres, los albaricoques en flor y las flores de los lirios morados. Y fue en ese lugar donde había nacido mi abuelo, Ryszard de Jaxa Malachowski Kulisicz, un soleado 14 de mayo de 1887. De origen polaco era su padre, Augusto Jaxa Malachowski y eslovaca su madre, Malwina Kulisicz. En el año novecientos, muy joven aún, postuló a la Escuela Naval de Odessa. Sin embargo, presentaba problemas de visión, por lo que no fue aceptado y en Odessa continúa sus estudios secundarios. 

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Avanzan los años y en el año 1905 o 1906 y luego de atravesar verdes bosques, soleados campos y ríos de aguas cristalinas, llegó, en plena Belle Époque, a París para seguir estudios de ingeniería y luego arquitectura para, finalmente, ingresar a L' École des Beaux Arts. Pasaron los años y, en 1910, y después de una carrera destacada se gradúa con honores como arquitecto. Y fue un honor conocer en esa misma ciudad al primer peruano. Se trataba de Enrique Bianchi a quien ayudó en su tesis de post-grado. Una de esas calurosas tardes cuando ambos se encontraron, Bianchi lo invitó a venir al Perú. "¿Y no quiere venir al Perú? -le dijo- yo parto la próxima semana, desde allá le escribiré". Y así fue. Una tarde recibió una carta suya. En ella le anunciaba que el Estado Peruano requería de un arquitecto para las obras que iban a ejecutarse para el Centenario de la Independencia. Pasó poco tiempo y una de esas mañanas cuando aún el sol iluminaba las amplias calles parisinas, llegó hasta la Legación del Perú con el fin de firmar el contrato por dos años.
Con algunos sobresaltos transcurría el primer gobierno de Leguía. Eran momentos de crisis y con una que otra pequeña manifestación en las calles. Y fue en esos días, días de calurosos debates políticos, que llegó mi abuelo al Perú. Era el 22 de diciembre de 1911. Después de una larga travesía de casi treinta días por un mar tranquilo y apacible haciendo escala en tantos y exóticos puertos; fue recibido por su amigo Bianchi. Era una tarde donde el sol tímidamente iluminaba el cielo. Luego de un largo trayecto en el "eléctrico" atravesando extensos campos con tupidos sauces y esbeltos eucaliptos más algunos terrenos eriazos y de cultivo; llegó al centro de la capital que, por entonces, era pequeña y tranquila. Muy diferente a las ciudades europeas. Es que Lima todavía seguía siendo una gran aldea. Una aldea polvorienta, atrasada e insalubre. Las construcciones eran de caña y barro muy pocas de ladrillo y cemento armado. Muchas de aquellas construcciones de encendidos colores, lucían sus "calles en el aire", incrustadas como joyas en las fachadas. No era extraño ver las carretas tiradas por burros o caballos. Los servicios de agua y desagüe eras escasos o no existían y las calles no estaban pavimentadas. Algunas tenían adoquines mientras que otras, piedras del río Rímac o tacos de madera. Cada cierto trecho un charco de agua sucia embarraba a algún distraído caminante. Un bosque pero no de árboles sino de postes "decoraban" las calles. Y los gallinazos, pues, se encargaban de "limpiar" las calles.
La Escuela de Ingenieros se había fundado en 1876. Once años después, se escuchaba por algunos corrillos, de la necesidad de implementar una "Sección de Construcciones Urbanas". Mas los avatares de aquellas épocas hicieron que el proyecto quedara paralizado. Fue en 1910, que el presidente Leguía firmó el Decreto Supremo que creaba la "Sección de Arquitectos Constructores de la Escuela de Ingenieros". A mi abuelo le dieron el encargo de conducirla. Lo acompañaron Enrique Bianchi y el arquitecto Bruno Paprosky que, al igual que mi abuelo y Eduardo de Habich, el fundador de la Escuela, era de origen polaco. "Así no va a tener usted muchos clientes", le dijo alguna vez, y de manera paternal, a uno de sus alumnos al negarse a diseñar una fachada "neocolonial" para una casa en la que le pidió colaborar.
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Mi abuelo no era muy alto de estatura. Su voz era suave y su rostro, fresco y claro como su mirada. Se casó en el año catorce con María Benavides Diez Canseco con quien tuvo cinco hijos.
En la década del diez, en Lima no había bulla, era una ciudad silenciosa y es que no circulaban muchos automóviles. Apenas unos cuantos y otro tanto de tranvías eléctricos. La gente se vestía elegante. Todos usaban sombreros y era común que se saludaran en las calles. Estaba de moda pasear por Mercaderes, Baquíjano o Espaderos para detenerse con calma a conversar, fumar o tomar un café o un cocktail de fresas en alguno de esos bonitos cafetines. Se disfrutaba de la frescura del aire. No existían ni el aprismo ni tampoco el comunismo. Casi no habían asaltos y es que no habían bancos. Estos funcionaban en algunas casas particulares. Una vieja estación ocupaba lo que, tiempo después, sería la plaza San Martín. Lima no tenía hoteles y si los tenía eran pequeños como pequeño y ruinoso era el Palacio Arzobispal y la Municipalidad era vetusta y vetusta era también la antigua Casa de Pizarro. Y fue allí, que una cálida mañana de verano llegó mi abuelo junto a Federico Elguera, a quien Bianchi se lo había presentado la misma tarde que llegó al Perú. Elguera estaba encargado de la comisión del Centenario. Llegaron juntos hasta el despacho del presidente Leguía. Luego de las presentaciones protocolares, Leguía le sugiere instale su taller en la sacristía de la abandonada capilla de Palacio. Allí estuvo durante casi diez largos años. Tiempo después, proyectó, en los que era casi los límites de la ciudad, el edificio Rímac y más tarde, los edificios de la Plaza Dos de Mayo. Junto al arquitecto francés Claude Sahut proyectó el Palacio Arzobispal, inaugurado para el Centenario de la Batalla de Ayacucho. El Palacio de Gobierno y Palacio Legislativo. Los interiores de la Municipalidad de Lima y la fachada del Teatro Municipal. La Sociedad de Ingenieros y junto a Enrique Bianchi el Club Nacional en la Plaza San Martín y la Plaza San Martín le tocó proyectar. El Banco Italiano con su hermoso vitreaux y lo que hoy es la residencia del embajador de Colombia y la del embajador de España también y más.
Vivió la transformación de la ciudad. Una ciudad que no llegaba más allá del Parque de la Exposición por el lado sur y los Descalzos por el norte. El Hospital Dos de Mayo por el este y una abandonada alameda de sauces por el oeste. Una Lima precaria, polvorienta, pueblerina y sin avenidas; las dos únicas que existían eran el Paseo Colón y La Colmena. A una Lima que orgullosa lucía sus edificios de arquitectura de estilos diferentes como el Neorrenacentista, el Art Nouveau, el afrancesado academicista, etc., además de sus elegantes plazas y sus amplias avenidas. 
Mi abuelo falleció una fría mañana del 6 de setiembre de 1972 a los ochenta y cinco años.

jueves, 24 de mayo de 2018

UN PARLAMENTARIO DE LOS DE ANTES

Una interpelación conducida por él atemorizaba y hacía temblar hasta al más duro y recio de los ministros. Al igual que Raúl Porras Barrenechea y Abraham Valdelomar, José Matías Manzanilla Barrientos, había nacido un 5 de octubre de 1867, en el soleado departamento de Ica al sur de Lima. Estudió en el colegio San Luis Gonzága de esa ciudad para luego seguir estudios en el Convictorio Peruano y más tarde en los antiguos claustros de la Universidad de San Marcos, donde se graduó de doctor en Jurisprudencia y Ciencias Políticas. Y fue allí, en San Marcos, que dictó cátedra por más de treinta años y también fue Decano en la Facultad de Jurisprudencia y después, en el año diecisiete, fue elegido rector. Y en esos días de sol o de luna; de frío o de calor, al terminar sus clases, Matías Manzanilla salía acompañado de todos sus alumnos y uno de sus alumnos fue, por el año 1927, Víctor Raúl Haya de la Torre, aunque luego fuera su adversario en las causas universitarias. Era severo en su cátedra, detenía su explicación si alguien se atrevía a entrar al salón, cuando ya había iniciado la clase.

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José Matías Manzanilla era alto de estatura, un poco grueso, sus ojos eran pequeños pero su sonrisa era amplia y es que siempre andaba con una sonrisa en los labios. Y era su sonrisa tan enigmática que sus colegas y amigos lo apodaban "La Gioconda". En los movidos años catorce, fue Ministro de Relaciones Exteriores y luego Presidente de la Cámara de Diputados. Era de los llamados civilistas, es decir, pertenecía al antiguo partido Civil. Cuando ocurrió el golpe del 4 de julio de 1919 en que Leguía derrocó a Pardo, Manzanilla dejó su curul parlamentaria y aprovechó para viajar a la vieja Europa. Parte de su recorrido era visitar París que por aquellas épocas, lucía grandes avenidas y pequeñas callejuelas donde se mezclaba el aroma del perfume y la bohemia; del arte y la cultura. En París, donde las mujeres habían dejado de lado el corsé para mostrar todo el glamour y elegancia con sus vestidos más sueltos, más vaporosos con sus plumas y sus flecos; mujeres que usaban abundante maquillaje, que fumaban y bebían, que conducían lujosos automóviles a veces a gran velocidad. Fue allí, en París, que en una de esas cálidas mañanas de otoño, caminando bajo la sombra de los rojizos árboles de los Champs Elysées, su amigo y colega, José Varela y Orbegoso, por entonces, encargado de negocios en la Legación del Perú en esa ciudad, le dijo para ir a visitar el museo Louvre. Luego de recorrer algunas de sus salas, de haber visto las pinturas de los artistas flamencos, españoles o alemanes; Varela creyó que ya era el momento que su amigo "La Gioconda", pues, se encontrara frente a frente con el famoso lienzo de Da Vinci. Al llegar al cuadro, Manzanilla permaneció de pie frente a él por largos minutos. Mientras que Varela miraba a su compañero, Manzanilla, en silencio, seguía contemplándolo. Hasta que se rompió el silencio. Don José Matías se volteó y dijo: "Pepe .... Pepe, ¿sabes cuál ha sido el gran error de Pardo? Fue gobernar sin presupuesto ...... Y es que, ni estando frente a una obra de Da Vinci o Tiziano; de Caravaggio o Rembrandt, Manzanilla dejaba de pensar en política.
Brillante orador. A inicios de la década del diez, hasta el año once; tarde a tarde, entre los acalorados y candentes debates, Manzanilla defendía sus proyectos de ley sobre accidentes de trabajo y derechos laborales. Pasaron los años y llegó el año 1921. Transcurría el caluroso mes de marzo. Por aquellos días, poco a poco, en las calles de la capital, se iban levantando orgullosos edificios al puro estilo parisino, las calles lucían banderolas y a los edificios públicos los vistieron con coloridas luces que iluminaban las noches oscuras. Restaban pocos meses para las celebraciones por el Centenario de la Independencia. Apenas a unos cuantos pasos de la casona sanmarquina se iba construyendo lo que sería después la Plaza San Martín. Sin embargo, no todo era fiesta y alegría. En ese mes, los corrillos de San Marcos quedaron solitarios y en silencio. La Universidad entró en receso. Dejó de escucharse el eco de las voces de los catedráticos y el paso apurado de los alumnos y muchos de ellos, perdieron el año; muchos emigraron a distintas universidades de provincias y a muchos sanmarquinos se les extrañó en las celebraciones de julio. Manzanilla defendía a los pobres mas no defendía el receso. Y fue que debido a éste, sus ahorros disminuyeron de manera agresiva. Pero se sentía orgulloso de ser pobre. Pobre pero no casto pues lo rodeaba una fama de ser todo un don Juan.
La soleada tarde del domingo 30 de abril de 1933, Matías Manzanilla se salvó de morir milagrosamente cuando atentaron contra el Presidente Luis M. Sánchez Cerro a su salida del hipódromo de Santa Beatríz. Pocos meses atrás, había sido nombrado como Jefe de Gabinete y, como tal, acompañaba esa fatídica tarde al Jefe de Estado en el descapotable Hispano-Suiza. Como Jefe de Gabinete a la muerte del mandatario quedó, por pocas horas, encargado de la presidencia. Años después, Luis Alberto Sánchez escribió que, en 1946, cuando fue electo rector de San Marcos, uno de los primeros vales por adelanto de sueldo que le presentó el tesorero, Fernando Fuchs, llevaba la firma del ex rector. En el curso de los siguientes meses éstos se repitieron dos, tres y hasta cuatro veces. "Es que el doctor, le dijo Fuchs, está muy pobre. La política no le ha abonado nada. Hay que ver de ayudarlo pues su pensión no supera los 300 soles". Ante esa realidad, sus amigos y colegas buscaron la forma de hacerlo comprándole ejemplares de sus "Discursos Parlamentarios" y otras obras.
El cielo era de un tono azul intenso aquella noche, cuando el ex rector, que frisaba los ochenta, ingresó al salón general de la Universidad. Allí fue recibido entre fuertes aplausos por centenares de alumnos, en su mayoría apristas. "¡Gracias, muchas gracias!", les dijo, con la voz entrecortada y lágrimas en los ojos. Pocos días después, recibía a sus amigos catedráticos en su casa de la calle del Muelle. "Ustedes saben -dijo- que yo he sido civilista; el partido ya no existe, pero sí los amigos de ayer". A don Matías le gustaba que lo vinculasen con las leyes laborales que él proyectó y defendió a inicios de los años diez. Se sentía orgulloso de haber sido un civilista. Un civilista desinteresado y eficaz. Un civilista que en su vejez, sintió el abandono de sus colegas de partido y eso le fue restando energía y ánimo. José Matías Manzanilla falleció, un 6 de octubre de 1947, al día siguiente de haber cumplido los ochenta.
Fuentes:
- Historia de la República del Perú, Jorge Basadre
- Cuaderno de bitácora, Luis Alberto Sánchez

sábado, 5 de mayo de 2018

EL PRÍNCIPE DE LA CARICATURA

"Era la cara de Pardo, las barbas del rudo de Piérola, las manos de Prado Ugarteche. Las manos de Pardo no era sino un círculo; una raya horizontal en la parte media daba la medida de la frente y la expresión de los ojos, el bigote era una mancha negra ........"
Desde la guerra del Pacifico hasta fines del siglo XIX, no existieron en realidad caricaturistas como los surgidos en los primeros años del nuevo siglo. "Si algunas veces aparecieron caricaturas, no existían los caricaturistas, aunque resulte paradójico. Y no existían porque no figuraban".
Julio Málaga Grenet había nacido en Arequipa en febrero de 1886. Estudió luego en el colegio de Nuestra Señora de Guadalupe. Años después, trabajó en la Compañía Recaudadora de Impuestos. De repente era un trabajo algo parecido a su ideal, un tanto utópico, ser un cajero de banco. Una de aquellas cálidas tardes, el discípulo de Evaristo San Cristóbal, decide enviar una de sus caricaturas al semanario "Actualidades" que era dirigido, entre otros, por Luis Fernán Cisneros y Andrés A. Aramburú Salinas. La caricatura encantó y, al poco tiempo, la revista, pues, lo contrató. Corría el año 1903. Y Málaga ya captaba los rasgos de los personajes políticos y los que estaban vinculados al ambiente social y cultural. Captaba el gesto, captaba las actitudes y todo lo volcaba sobre una cartulina con divertidas y coloridas pinceladas. Pinceladas llenas de color como el camaleón que para él, era su color preferido. Decía que ese era un color muy nacional. Y si a su paisano, el poeta Alberto Guillén, le habría gustado ser una nube o un pájaro; a Julio Málaga le habría gustado ser -de no haber sido un artista-, pues, cualquier cosa. ¡Ah, pero menos, un sombrero! No quería ser un sombrero porque bien podía caer en la cabeza de un aristócrata ..... ¡y yo, decía, le tengo horror al vacío!

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Y así, si una imagen dice mil palabras, el fino humor político de las caricaturas de Málaga en el semanario "Actualidades" expresaban millones. Siempre en las caratulas de este semanario aparecía una caricatura. Si un día era la de Málaga al otro le tocaba a Valdelomar (que firmaba como Val-del-Omar) o, sino, era el turno de Sixto M. Osuna. 
"Tú pones los monos y yo escribo las monadas". Así le dijo una tarde de 1905 el poeta, dramaturgo y periodista Leonidas Yerovi. Al mes siguiente, casi a punto de morir ese año, nace el semanario "Monos y Monadas". Y de jueves a jueves, aparecía "Variedades" con sus Chirigotas y la portada, que la mayoría de ellas, eran coloridas caricaturas de Málaga. Un año más tarde funda y dirige "Gil Blas" y "Figaro". Sin embargo, en el año diez "Figaro" sufrió la clausura. Y fue clausurada, en parte, porque apareció una de sus caricaturas que no le gustó al gobierno de turno. Y con su esposa, Victoria Raygada, se fué Málaga. Se fué a Buenos Aires y, como ya era famoso, en la tierra del tango, Fáber, el seudónimo con el que allá firmaba, se desempeñó como director de arte de la revista "Caretas y Caras". Y de Buenos Aires cogió un barco y regresó a Lima. Era el año 1916. Cuando en febrero del año siguiente muere Yerovi, Málaga, con el que había colaborado en varios semanarios; además de José Carlos Mariátegui, Julio Hernández y otros periodistas, se reunieron para organizar un homenaje póstumo para recaudar fondos en beneficio de su familia. Málaga, en ese entonces en "El Perú", donó uno de sus cuadros. "El Perú" fue un diario efímero de propiedad de Isaías de Piérola, bajo la dirección de Málaga y Cisneros. Donó, pues, uno de sus cuadros, "La vendedora de diarios", para que fuera rifado en el evento que se llevaría a cabo en el teatro de moda el Excelsior. Pasan los años y retorna al tango y el bandoneon y a "La Nación" pero, Málaga gustaba de los viajes y de viaje en viaje llega hasta los rascacielos de Nueva York. Ya era mucho más famoso que en la década pasada. Un afiche suyo podía valer hasta dos mil dólares. Llegó el año 1930. Años difíciles para el país. Y Julio Málaga llegó ese año a La Puerta del Sol en Madrid. Pero cansado de Madrid y también de Buenos Aires retorna a Lima.

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Lima en los años cuarenta. En las radios se escuchaba música de estilos diferentes. Glenn Miller o Nat King Cole; Maurice Chevalier o Jorge Negrete. Y por "La Crónica", en ese entonces de propiedad de Rafael Larco Herrera, continuaba Málaga dibujando, con esa cualidad única e inimitable de su arte. Acompañado de una humeante taza de café al lado, dibujaba para su espacio "el lápiz de Málaga Grenet". Eran más o menos las épocas en que lo nombran sub-director de la Escuela Nacional de Bellas Artes, la misma de José Sabogal. En el cincuentaiseis, el último año del ochenio de Odría, Málaga tomó provisionalmente la dirección de Bellas Artes tras la renuncia de Germán Suárez Vértiz.
"Iconoclasta, agresivo y feroz, virtuoso del incoformismo, malo de pura bondad y bueno de pura bondad" (Hernán Velarde, escritor y periodista)
En su hermosa casona del jirón Carabaya, Julio Málaga Grenet, "el maestro en Sud América, el más grande del mundo en su género"; muere de un paro cardíaco en enero de 1963. A pocos días de cumplir los setenta y siete años.
Fuentes:
- Revistas Mundial y Variedades
- Diario Correo Arequipa
- Diario El Peruano
- 100 años de periodismo en el Perú (1900-1948), María Mendoza Micholot

JOSÉ GÁLVEZ EGÚSQUIZA

"Mas junto con los resplandores de la victoria se dieron también las negras nubes del duelo. Entre los caídos estaba el coronel Gálvez, el ilustre Secretario de Guerra, el gran líder liberal".

Abogado y catedrático; político liberal y un liberal radical; elegido diputado por Jauja; además, Secretario (Ministro) de Guerra y Marina durante la Dictadura del Presidente Mariano Ignacio Prado (1865). José Gálvez Egúsquiza había nacido en 1819 en la cálida ciudad de Cajamarca; aquella ciudad donde sus días son cálidos y frías sus noches. A los veinte años llega a Lima para matricularse en el Convictorio de San Carlos. Años después, en 1850, se incorporó al Colegio Nuestra Señora de Guadalupe como profesor de Filosofía Moral, Psicología, Lógica y Teodicea. Transcurridos apenas dos años, ocupó la dirección del mencionado colegio luego que su hermano Pedro dejara el cargo. Estudió Derecho y Jurisprudencia en los viejos claustros de la Universidad Nacional de San Marcos. El historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna, compañero suyo durante la campaña revolucionaria contra Juan Antonio Pezet, lo describe como una persona de figura modesta y cuerpo pequeño; blanco el color y pálido el semblante. Se peinaba con esmero y su barba era negra; pulcro el traje y suaves los modales. Tenía la apariencia fría pero bajo esa fría apariencia se escondía un gran corazón. Un gran corazón y una inteligencia vasta y desarrollada. Casó con Ángela Moreno y Maíz con quien tuvo siete hijos.

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Pero José Gálvez quería combatir como un recluta más ......
A las 9:50 de la mañana del 2 de mayo de 1866, llegan a El Comercio -gracias al telégrafo- las primeras noticias desde el Callao. Casi una hora después, el despacho indica que la escuadra enemiga, avanza con rumbo al norte hacia la bahía. A las 12 y un minuto "los enemigos forman una línea de batería: después de poner su rumbo al norte. La Numancia -la nave más poderosa de España- ha puesto proa al puerto a toda máquina". Pasada una media hora, la mañana era gris y fría. La neblina era densa y cargada. Sin embargo, el fuego continúa sin cesar. Cerca a las dos de la tarde el entusiasmo iba creciendo, las bandas tocan los himnos nacionales. En los alrededores se va formando un gran gentío. No se sabía hasta ese momento quiénes habían caído ....... "En la torre de La Merced (del lado sur) -informa El Comercio- en el momento mismo en que disparados sus dos cañones Armstrong volvían a ser cargados, una bomba de 300 libras que iba a ser introducida en uno de ellos, se escapó de la amarra con que era izada y cayó y estalló dentro de la torre misma incendiando un gran montón de cartuchos para los mismos cañones allí amontonados". La explosión mató a José Gálvez. Jorge Guillermo Leguía, su entusiasta biógrafo, recuerda que alguien, al saber la voladura de la torre La Merced -la torre que el propio Gálvez había escogido como el lugar en donde debía estar durante el combate-, exclamó: ¡Qué pólvora tan bien gastada! Debajo del uniforme de coronel de este maestro y tribuno limpio se encontró un cordón franciscano.
Murió a los cincuenta y tres años. Murió como "el coronel Gálvez" y como Secretario de Guerra, él que había renunciado a ese cargo doce años antes; él que en la Convención de 1856 dijera que nunca había sido militar porque no quería esclavizarse a nadie. Gálvez, lejos de ponerse a buen recaudo, borró aquella frase que por esos tiempos se escuchaba. La frase de que "los generales mueren en la cama". Su sacrificio privó a los liberales de su jefe indiscutible. Fernando Casós, uno de los personajes más caracterizados con este partido, en su novela "Los hombres de bien", deja la fantasía de un lado para escribir que los representados de Gálvez, habían ido con repugnancia íntima a integrar el gabinete de la Dictadura, al lado de José Pardo, el financista aristocrático; de Toribio Pacheco, el jurista de ideas conservadoras; del liberal José Quimper además, del moderado y brumoso José Simeón Tejeda. Casós menciona que todos ellos, que integraban el "Gabinete de Talentos", formaron este frente único tan solo por la defensa nacional; pero enseguida pensaban lanzar la candidatura de Gálvez para dar la batalla para la transformación del país.

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Echenique menciona en sus memorias: "Gálvez, era quien lo disponía todo y dirigía las cosas. No venía a ser quizá, al lado de esos cuatro peruanos ilustres, el cerebro más brillante; pero era, sin duda, el carácter más resuelto y el espíritu más enhiesto. Era, agrega, el alma de la Dictadura y sin él ella no podía subsistir siendo el juicio de muchos que si hubiera sobrevivido al 2 de mayo, se habría hecho Dictador".
Recién el 13 de mayo, cuando la escuadra española navegaba con rumbo a su patria, los combatientes del 2 de mayo regresaron a Lima. Las calles desde la Portada del Callao hasta la Plaza de Armas estaban adornadas con vistosas cintas blancas y rojas. En el camino habían colocado muchos arcos triunfales adornados con inscripciones con referencia al combate. Cientos de personas se aglomeraban y empujaban con tal de ver y ovacionar a cada uno de los combatientes del 2 de mayo.
En 1873 se emitió un billete que reproduce la figura de Gálvez con una túnica clásica y una corona de la victoria. Este billete del Banco de la Providencia, emitido por el valor de cinco soles, se convirtió en un billete provisional de "cinco reales de inca" durante la guerra con Chile.
Fuentes:
- Historia de la República del Perú, Jorge Basadre
- Los 150 años de El Comercio, Héctor López Martínez 1839 - 1989

RAÚL PORRAS BARRENECHEA, EL BIÓGRAFO

El historiador Guillermo Lohmann lo consideraba como un historiador romántico pero peruanista. Aunque su familia no guardaba ningún vínculo con la región, Raúl Porras Barrenechea, nació en la misma ciudad donde nació Valdelomar, en la calurosa y soleada ciudad de Pisco allá por el año 1897. Era un lugar pobre pero aristocrático. Y es que su padre instaló en esa ciudad una desmotadora de algodón. El algodón por aquellos tiempos, se había convertido en una salida a la crisis económica que tuvo el Perú a partir de 1870. Sin embargo, a los pocos meses, su familia tuvo que abandonar la ciudad debido a la temprana muerte de su padre. Su padre murió de una manera absurda. Murió en un duelo. Pablo Macera menciona que en esas épocas y como consecuencia de la derrota en la guerra con Chile, la sociedad peruana estaba muy sensible a cualquier atención de cortesía, de diplomacia o de preferencia. Fue así que una tarde en el malecón de Chorrillos, un malecón parecido al de Pisco y cuando los padres de Porras quizá paseaban, hubo una pequeña discusión, una discusión que ocasionó el desafío entre dos caballeros. Uno de ellos y quien llevó la peor parte, fue su padre. Al poco tiempo, su abuelo, un hombre muy poderoso y rico; muy rígido y severo, se hizo cargo de toda su familia. Esto marcó en definitiva la personalidad de nuestro historiador.

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Porras Barrenechea tenía un gusto exquisito para escribir sus biografías. Combinaba la narrativa, con lo anecdótico y lo anecdótico con lo novelesco. Explicaba, de una manera bastante entretenida, la psicología de sus personajes, personajes que no eran muchos en cada una de sus historias. Era muy imaginativo. Tanto, que con un solo dato, podía crear escenarios fascinantes y fantasiosos que sus lectores y oyentes aceptaban como si los hechos verdaderamente hubieran ocurrido. Podía variar la autenticidad de los hechos con tal de crear la belleza en cada una de las frases. Una de sus mayores pasiones fue escribir la historia completa de la conquista del Perú. Dentro de sus investigaciones y escritos, quedó sin terminar la biografía de Pizarro. Y es que Porras admiraba a Pizarro. Era tal la admiración que sentía por él, que se propuso la tarea de recomponer su historia. Para eso, a partir de 1929, comenzó a estudiar y leer y volver a leer los escritos de los cronistas de aquellas épocas. Tenía varios fragmentos terminados que fueron publicados en algunas revistas, pero lo que más quería era terminarla por completo. De sus estudios sobre el conquistador destruyó el mito, por ejemplo, que Pizarro había sido "expósito y porquerizo" además, que no había nacido en la solariega casa de los Pizarro sino, más bien, en un arrabal, junto al campo. Dirigió la confección de un retrato que mostraba a un Pizarro muy diferente al por todos conocido. Diferente en su rostro, en su vestimenta y hasta en los zapatos que, según menciona, estos no habían sido de piel de venado sino, unas alpargatas que eran muestra de gala y bravura. Agrega que Pizarro llevaba una capa de piel de marta que, aunque se la ponía poco, fue un regalo de Hernán Cortés.

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Algo que le quitaba el tiempo para poder meterse de lleno en sus escritos, era el dictado de clases. El dictado y las conferencias. Porque Porras, además de biógrafo, fue un estupendo cronista, un político, Senador de la República y diplomático. Su discípulo, Waldemar Espinoza Soriano, cuenta que cada tarde, llegaban hasta la casa de Porras, en la calle Colina, en Miraflores, cientos de alumnos y amigos; unos para visitarlo y otros, para consultarle o simplemente para escucharlo porque escucharlo, era todo un placer y un verdadero deleite. Menciona también, que Porras llegaba a las clases de Historia en San Marcos, con cantidades de apuntes y fólders con todos sus documentos transcritos de la biografía del conquistador. Eran cuadernos enteros que contenían copias mecanografiadas de cartas e informaciones de servicio. De todos ellos, solo una parte fue publicado. Aunque Mariátegui no se acostumbraba a dictar lo que previamente había escrito, Porras sí se acostumbró a hacerlo. Se los dictaba a sus ayudantes. Todo lo hacía de esa manera. Hasta los informes de las tesis de grado de sus alumnos. A uno de ellos, a Mario Vargas Llosa, lo hizo copiar uno de aquellos informes.
Porras, de sonrisa amplia y rostro amable, no era muy alto pero si, según Sánchez, algo robusto; sus ojos eran tan claros y celestes como el cielo y de joven, su cabello había tenido una tonalidad rubia. Luis Alberto Sánchez lo describe como una persona hosca pero, por su rostro, un rostro de mirada limpia y clara, no creo que lo haya sido. Por haber nacido en el noventa y siete, a Porras se lo coloca dentro de lo que algunos han llamado la "Generación de la Reforma" o "Generación del Centenario". Y es de la "Reforma" por la reforma universitaria y del "Centenario" por el centenario de la Independencia. Sin embargo, a Julio Ramón Ribeyro, no le convencían mucho esos términos y más bien le gustaba decir simplemente de "nuestra generación".

Fuentes:
- La ciudad y el tiempo, Pisco, Porras y Valdelomar, Waldemar Espinoza, Pablo Macera, Manuel Miguel de Priego y Ricardo Silva-Santisteban
- Testimonio personal, Luis Alberto Sánchez

A JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI

Ayer fue Vallejo y hoy han pasado ochenta y ocho años de la muerte de José Carlos Mariátegui. Decirlo así, de esa manera, parecería que ha pasado mucho más tiempo, que decirlo que fue en 1930. Ambos fueron dos grandes de la pluma. No tengo una anécdota de Mariátegui pero, hace más de cien años, la revista Lulú convocó a un concurso de madrigales. Lulú apareció, junto a otras revistas como El Mosquito y Don Lunes; Rigoletto y Mundo Limeño, en el clímax de la Belle Époque, más o menos por el año dieciséis. La dirigía Carlos Pérez Cánepa, un joven bastante frívolo y un tanto cursi. Esta revista, pues, organizó un concurso. Uno de los participantes fue José Carlos Mariátegui. El jurado lo integraba el que había sido, entre 1903 y 1905, el primer director de La Prensa, Enrique Castro Oyanguren, además de Federico More y Leonidas Yerovi. Pasado un tiempo, el jurado eligió como ganador a Pablo Abril de Vivero, un poeta que tenía muy buen sentido del humor. Siempre, entre una de sus frases, había alguna que daba un motivo para sonreír. Andaba en aquellas épocas por los veintidós años, la misma edad de Mariátegui. Ante este resultado, José Carlos quedó poco conforme y bastante descontento. Esto provocó que se distanciara del escritor y periodista Federico More, con el que lo unía -a pesar de la diferencia de edad, pues More le llevaba como siete u ocho años- una estrecha amistad hasta antes del resultado del concurso.

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Ese mismo año dieciséis, salió a la luz "Las Voces Múltiples"; aquel curioso libro de poemas que surgió de la idea de varios jóvenes literatos que, una de aquellas mañanas, cuando todos estaban reunidos en la pequeña oficina de Alfredo González Prada en La Prensa. Surgió la idea, entre los chistes y las bromas; entre el humo de los cigarrillos y luego, una invitación de Ulloa para ir todos a tomar unos aperitivos en el Palais. Ahí estaban Abraham Valdelomar, Alfredo González Prada, Félix del Valle, Antonio Garland, Hernán Bellido, Alberto Ulloa, el mismo Federico More y el propio Pablo Abril de Vivero. Fueron ocho escritores en total. Para este libro, Mariátegui había enviado algunos poemas. El propio Valdelomar se los solicitó. Sin embargo, Federico More, al que muchos querían ver muerto o por lo menos lejos o en el destierro; no quiso que se publicaran. No quiso porque, según sus palabras, "Mariátegui no pertenecía a esa generación". Pero, pese a todo, pese a la tensa relación y al distanciamiento entre estos dos amigos; ambos escritores dialogaban y polemizaban de manera razonada. Con el pasar de los años, Mariátegui nunca dejó de leer los artículos que More publicaba.
Aunque de manera póstuma, More se reconcilió con Mariátegui. Publicó un artículo muy sentido en el que hablaba de todo aquello que el escritor poseyó: pureza y exactitud; soltura y claridad. Mariátegui fue, según More, "el más serio, el más disciplinado, el más limpio entre los escritores". Más tarde, en abril de 1930, dijo que Mariátegui, junto a Yerovi y Valdelomar, pertenecieron a la generación de los hombres sabios y buenos. Los tres nacieron, vivieron y murieron escritores.

Fuentes:
- Federico More un maestro del periodismo. Estudios preliminares: Osmar Gonzáles
- Valdelomar y la Belle Époque, Luis Alberto Sánchez

UNA ANÉCDOTA DE VALLEJO

Vallejo tuvo dos grandes amigos: Juan Espejo y Ernesto More ambos fueron también, poetas y periodistas. Ambos dieron a conocer una anécdota. Anécdota que fue una combinación entre lo trágico pero con un cierto aire de comicidad, protagonizada entre el poeta y el ilustre caballero barranquino don Pedro de Osma y Pardo. De Osma, fundador del diario La Prensa, había sido también un prominente político perteneciente a las filas del Partido Demócrata, aquel partido liderado por don Nicolás de Piérola. Además, de Osma, era primo hermano nada menos que del ex Presidente de la República, don José Pardo y Barreda.

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Sucedió en una cálida mañana de otoño, por el año dieciocho más o menos, cuando ambos se aprestaban a solicitar unos libros en la antigua sede de la Biblioteca Nacional. Vallejo acababa de terminar de llenar el formulario que se requería para obtener el libro que deseaba leer. Se había formado una larga cola de las personas que estaban realizando el mismo trámite. El pesado pupitre donde debía entregar el formato, se encontraba entrando al lado izquierdo de la sala de lectura. Una sala amplia, con estanterías de madera oscura, repletas de libros, libros que casi rozaban el cielo raso. César Vallejo, terminó, entonces, de llenar el documento para solicitar el libro que había escogido y se lo entregó al bibliotecario, un hombre robusto, de cabellos canos que frisaba los sesenta, vestido con su largo mandil color blanco. Una vez hecha esta primera gestión, se volvió para dirigirse a la ventanilla donde se hacían los pedidos, sin darse cuenta que a sus espaldas se encontraba un señor pequeño, ancho de hombros y bigotudo; vestido de negro impecable, con lentes sujetos por un cintillo del mismo color y un sombrero hongo, además que llevaba en sus manos, un fino bastón y guantes; este señor, esperaba, también, para hacer lo propio. Al voltearse y sin querer el poeta se dio con él en forma violenta descolgándole los lentes, derribándole el sombrero y el bastón. El caballero de figura tan circunspecta se vio, pues, en un papel ridículo. Vallejo muy preocupado le ofreció de inmediato las disculpas del caso. Sin embargo, la reacción del caballero "atropellado" no fue muy amistosa sino, más bien, de manera colérica y agresiva. Luego de acomodarse los lentes y el sombrero, le reclamó al poeta por la manera como se comportaba en un lugar público y de tanta cultura como era la Biblioteca de la ciudad. Vallejo, muy mortificado, le reiteró nuevamente las disculpas por su involuntaria torpeza. Pero este señor tan altivo, tomando aliento, le increpó esta vez con más fuerza y pasados unos cuantos minutos le dijo:
- ¿Usted sabe con quién está tratando? ¿Acaso, no se ha dado cuenta de lo que ha hecho?
Y luego de un largo silencio, continuó:
- ¿Sabe usted, por casualidad, quién soy yo?
César --un hombre de finos modales y discreto--, estaba bastante angustiado y confundido. Solo atinaba a mirarlo y escuchar en silencio los gritos de tan ilustre y a su vez iracundo caballero.
- ¡Sepa usted, que yo soy don Pedro de Osma!
Y Vallejo reaccionando ya, pero siempre de manera respetuosa aunque con cierta ironía, le respondió:
- ¡Y qué culpa tengo yo, señor!

Y se marchó a la siguiente ventanilla.
Fuente: Vallejo y Barranco, M. Gonzalo Bulnes Mallea