La hacienda Prochorowa, ubicada a sesenta kilómetros al norte de Odessa (hoy Ucrania), a orillas de lo que algunos denominan "La Perla del Mar Negro", era un lugar que, por aquella época, formaba parte de Polonia bajo la dominación del Imperio Ruso gobernado, por entonces, por el zar Alejandro III, Rey de Polonia y Gran Duque de Finlandia. Aunque en los inviernos a Prochorowa la envolvía una atmósfera gélida y gris; en los días de primavera y verano el cielo era azul, claro y diáfano como azules eran sus noches estrelladas. La rodeaba un pintoresco bosque de grandes hileras de esbeltos ficus y robustos robles. Aquellos eran los días en que Prochorowa se cubría de una fragancia intensa, tan intensa que dominaba todo el lugar. Florecían las frambuesas y las fresas; las violetas silvestres, los albaricoques en flor y las flores de los lirios morados. Y fue en ese lugar donde había nacido mi abuelo, Ryszard de Jaxa Malachowski Kulisicz, un soleado 14 de mayo de 1887. De origen polaco era su padre, Augusto Jaxa Malachowski y eslovaca su madre, Malwina Kulisicz. En el año novecientos, muy joven aún, postuló a la Escuela Naval de Odessa. Sin embargo, presentaba problemas de visión, por lo que no fue aceptado y en Odessa continúa sus estudios secundarios.
Avanzan los años y en el año 1905 o 1906 y luego de atravesar verdes bosques, soleados campos y ríos de aguas cristalinas, llegó, en plena Belle Époque, a París para seguir estudios de ingeniería y luego arquitectura para, finalmente, ingresar a L' École des Beaux Arts. Pasaron los años y, en 1910, y después de una carrera destacada se gradúa con honores como arquitecto. Y fue un honor conocer en esa misma ciudad al primer peruano. Se trataba de Enrique Bianchi a quien ayudó en su tesis de post-grado. Una de esas calurosas tardes cuando ambos se encontraron, Bianchi lo invitó a venir al Perú. "¿Y no quiere venir al Perú? -le dijo- yo parto la próxima semana, desde allá le escribiré". Y así fue. Una tarde recibió una carta suya. En ella le anunciaba que el Estado Peruano requería de un arquitecto para las obras que iban a ejecutarse para el Centenario de la Independencia. Pasó poco tiempo y una de esas mañanas cuando aún el sol iluminaba las amplias calles parisinas, llegó hasta la Legación del Perú con el fin de firmar el contrato por dos años.
Avanzan los años y en el año 1905 o 1906 y luego de atravesar verdes bosques, soleados campos y ríos de aguas cristalinas, llegó, en plena Belle Époque, a París para seguir estudios de ingeniería y luego arquitectura para, finalmente, ingresar a L' École des Beaux Arts. Pasaron los años y, en 1910, y después de una carrera destacada se gradúa con honores como arquitecto. Y fue un honor conocer en esa misma ciudad al primer peruano. Se trataba de Enrique Bianchi a quien ayudó en su tesis de post-grado. Una de esas calurosas tardes cuando ambos se encontraron, Bianchi lo invitó a venir al Perú. "¿Y no quiere venir al Perú? -le dijo- yo parto la próxima semana, desde allá le escribiré". Y así fue. Una tarde recibió una carta suya. En ella le anunciaba que el Estado Peruano requería de un arquitecto para las obras que iban a ejecutarse para el Centenario de la Independencia. Pasó poco tiempo y una de esas mañanas cuando aún el sol iluminaba las amplias calles parisinas, llegó hasta la Legación del Perú con el fin de firmar el contrato por dos años.
Con algunos sobresaltos transcurría el primer gobierno de Leguía. Eran momentos de crisis y con una que otra pequeña manifestación en las calles. Y fue en esos días, días de calurosos debates políticos, que llegó mi abuelo al Perú. Era el 22 de diciembre de 1911. Después de una larga travesía de casi treinta días por un mar tranquilo y apacible haciendo escala en tantos y exóticos puertos; fue recibido por su amigo Bianchi. Era una tarde donde el sol tímidamente iluminaba el cielo. Luego de un largo trayecto en el "eléctrico" atravesando extensos campos con tupidos sauces y esbeltos eucaliptos más algunos terrenos eriazos y de cultivo; llegó al centro de la capital que, por entonces, era pequeña y tranquila. Muy diferente a las ciudades europeas. Es que Lima todavía seguía siendo una gran aldea. Una aldea polvorienta, atrasada e insalubre. Las construcciones eran de caña y barro muy pocas de ladrillo y cemento armado. Muchas de aquellas construcciones de encendidos colores, lucían sus "calles en el aire", incrustadas como joyas en las fachadas. No era extraño ver las carretas tiradas por burros o caballos. Los servicios de agua y desagüe eras escasos o no existían y las calles no estaban pavimentadas. Algunas tenían adoquines mientras que otras, piedras del río Rímac o tacos de madera. Cada cierto trecho un charco de agua sucia embarraba a algún distraído caminante. Un bosque pero no de árboles sino de postes "decoraban" las calles. Y los gallinazos, pues, se encargaban de "limpiar" las calles.
La Escuela de Ingenieros se había fundado en 1876. Once años después, se escuchaba por algunos corrillos, de la necesidad de implementar una "Sección de Construcciones Urbanas". Mas los avatares de aquellas épocas hicieron que el proyecto quedara paralizado. Fue en 1910, que el presidente Leguía firmó el Decreto Supremo que creaba la "Sección de Arquitectos Constructores de la Escuela de Ingenieros". A mi abuelo le dieron el encargo de conducirla. Lo acompañaron Enrique Bianchi y el arquitecto Bruno Paprosky que, al igual que mi abuelo y Eduardo de Habich, el fundador de la Escuela, era de origen polaco. "Así no va a tener usted muchos clientes", le dijo alguna vez, y de manera paternal, a uno de sus alumnos al negarse a diseñar una fachada "neocolonial" para una casa en la que le pidió colaborar.
Mi abuelo no era muy alto de estatura. Su voz era suave y su rostro, fresco y claro como su mirada. Se casó en el año catorce con María Benavides Diez Canseco con quien tuvo cinco hijos.
En la década del diez, en Lima no había bulla, era una ciudad silenciosa y es que no circulaban muchos automóviles. Apenas unos cuantos y otro tanto de tranvías eléctricos. La gente se vestía elegante. Todos usaban sombreros y era común que se saludaran en las calles. Estaba de moda pasear por Mercaderes, Baquíjano o Espaderos para detenerse con calma a conversar, fumar o tomar un café o un cocktail de fresas en alguno de esos bonitos cafetines. Se disfrutaba de la frescura del aire. No existían ni el aprismo ni tampoco el comunismo. Casi no habían asaltos y es que no habían bancos. Estos funcionaban en algunas casas particulares. Una vieja estación ocupaba lo que, tiempo después, sería la plaza San Martín. Lima no tenía hoteles y si los tenía eran pequeños como pequeño y ruinoso era el Palacio Arzobispal y la Municipalidad era vetusta y vetusta era también la antigua Casa de Pizarro. Y fue allí, que una cálida mañana de verano llegó mi abuelo junto a Federico Elguera, a quien Bianchi se lo había presentado la misma tarde que llegó al Perú. Elguera estaba encargado de la comisión del Centenario. Llegaron juntos hasta el despacho del presidente Leguía. Luego de las presentaciones protocolares, Leguía le sugiere instale su taller en la sacristía de la abandonada capilla de Palacio. Allí estuvo durante casi diez largos años. Tiempo después, proyectó, en los que era casi los límites de la ciudad, el edificio Rímac y más tarde, los edificios de la Plaza Dos de Mayo. Junto al arquitecto francés Claude Sahut proyectó el Palacio Arzobispal, inaugurado para el Centenario de la Batalla de Ayacucho. El Palacio de Gobierno y Palacio Legislativo. Los interiores de la Municipalidad de Lima y la fachada del Teatro Municipal. La Sociedad de Ingenieros y junto a Enrique Bianchi el Club Nacional en la Plaza San Martín y la Plaza San Martín le tocó proyectar. El Banco Italiano con su hermoso vitreaux y lo que hoy es la residencia del embajador de Colombia y la del embajador de España también y más.
Vivió la transformación de la ciudad. Una ciudad que no llegaba más allá del Parque de la Exposición por el lado sur y los Descalzos por el norte. El Hospital Dos de Mayo por el este y una abandonada alameda de sauces por el oeste. Una Lima precaria, polvorienta, pueblerina y sin avenidas; las dos únicas que existían eran el Paseo Colón y La Colmena. A una Lima que orgullosa lucía sus edificios de arquitectura de estilos diferentes como el Neorrenacentista, el Art Nouveau, el afrancesado academicista, etc., además de sus elegantes plazas y sus amplias avenidas.
Mi abuelo falleció una fría mañana del 6 de setiembre de 1972 a los ochenta y cinco años.
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