domingo, 25 de febrero de 2018

A LA CONQUISTA DE LA VERBIST

Por el año 1915, la norteamericana Isadora Duncan, era la estrella rutilante de una danza innovadora, inspirada en los clásicos griegos. Ataviada con una túnica blanca y sin respetar coreografía alguna; descalza y con los brazos desnudos, improvisaba cada día, llevada tan sólo por su imaginación. En esa misma estela de ritmo, viajaban la Mata Hari, la exótica holandesa condenada por ser espía de Alemania, durante la Primera Guerra Mundial y ejecutada en 1917; como la belga Felyne Verbist.

El año quince, fue el año del clímax de la Belle Époque, el año en que llegaron a Lima, esa Lima donde se lucían ya algunos ruidosos automóviles que se escuchaban como locomotoras; donde se sentían los nuevos sabores exóticos y se percibía el delicioso aroma del champagne; a esa Lima que era aún una pequeña y polvorienta aldea: conferencistas, compañías de teatro y algunas coristas y bailarinas, que con sus danzas plenas de exotismo y sensuales contorsiones encandilaron a los capitalinos. La Versbit y la española de grandes y profundos ojos negros y brillantes, Tórtola Valencia, fueron algunas de ellas.

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Quizá su verdadero nombre no haya sido Felyne Verbist, quizá haya sido inventado como era lo usual por aquel entonces. Como fuera, los diarios y revistas de la época saludaron con entusiasmo la llegada de la rubia y bella bailarina que traía a Lima la nueva danza, una mezcla entre lo exótico y lo oriental; que hablaba con dulzura en un francés muy puro; de ojos claros como el cielo y finos labios de un intenso color carmín. Fue una noche de primavera cuando por primera vez, después de muchos años, tal vez desde la presentación, en 1886 en el Politeama, de la famosa actriz francesa Sarah Bernhardt, que los limeños no asistían a un teatro, esa vez, al Teatro Municipal (hoy el Segura), para admirar un espectáculo de esa categoría. El teatro estuvo rebosante en las primeras noches y las siguientes también. Eran las noches de Coppelia, de la Primavera de Grieg, de la Danza fúnebre de Chopin y, sobre todo, la noche de "La muerte del cisne". Al levantarse el telón, esa pesada tela de suaves matices de tonos palo de rosa, aparecía en escena, ante la vista del vibrante público, la esbelta y sutil figura de la bailarina Felyne Verbist. Felyne, alguna vez, había expresado que al interpretar la danza de "La muerte del cisne", sentía que, poco a poco, iba muriendo; iba sufriendo y su cuerpo temblaba todo de miedo. Sentía que la música penetraba en todas sus fibras y helaba su corazón. Su cuerpo se erguía y retorcía con rítmicos espasmos. El público extasiado y los Colónidas, liderados por Abraham Valdelomar, esa noche y todas las noches, ¡hervían de fervor!

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Los Colónidas, pues, fueron a la conquista de la rubia bailarina. ¿Cuál de ellos la conquistaba? Tal vez, ¿Valdelomar o Mariátegui?, de repente, ¿Gibson? o ¿González Prada? Parece que el que la conquistó fue Prada. A los pocos días, en una de esas tardes cuando tenues rayos de sol iluminaban el cielo gris, Alfredo González Prada, que por entonces, trabajaba como periodista en La Prensa, llegó hasta el antiguo edificio del Hotel Maury, donde estaba alojada la rubia bailarina, para hacerle un reportaje. El reporte de "Ascanio" hacía sentir que era más que un simple reporte periodístico. Trascendía mucho más allá. ¡Era un reporte lleno de vibra y entusiasmo! A los pocos días, corrían por las fisgonas calles de Lima, los rumores de que el alto, rubio y buenmozo hijo único de Manuel González Prada, por entonces en amores con Carmen Soria Menacho, había caído rendido en los brazos de la Versbit y tal parece que fueron ciertas las habladurías, pues el poeta, periodista y diplomático, nombrado poco tiempo antes, como Segundo Secretario de la Legación en Buenos Aires, quedó en encontrarse con ella en esa ciudad. Y así fue, a los pocos meses, Alfredo se embarcaba rumbo a su nuevo destino como diplomático y siguiéndole los pasos también, a la bella bailarina. Sin embargo, ya en tierras gauchas, él no olvidaba las noches en el Palais Concert, aquellas cálidas noches con la música de las damas vienesas y la conversación animada, entre cigarrillo y cigarrillo, con sus amigos, los Colónidas. Las confiterías de "El Águila", "El Molino" o el Café Keller, no borraban de su mente, el encanto y la figura del Palais y la cercanía con la belga contribuía a avivar esos recuerdos.

Fuentes:
- Valdelomar y la Belle Époque, Luis Alberto Sánchez
- Nuestras vidas son los ríos, historia y leyenda de los González Prada, Luis Alberto Sánchez
- "La prensa sensacionalista", Juan Gargurevich R.

LA REINA DE LA ACTITUD Y LA PRINCESA DEL GESTO

Al sentirla llegar a los limeños les parecía que lo de la guerra con Chile había sido solo una terrible pesadilla. Lima era en 1886, una ciudad pequeña, triste y apagada. Sin embargo, la que muchos consideraban como una "femme fatale" y una artista de la talla de ella, vino a iluminar las noches en el gran Teatro Politeama.
Henriette Rosine Bernard había nacido en París el 22 o 23 de octubre de 1844, su madre, Judith o Julie Bernard (Youle en Francia), era una prostituta de clientela rica, natural de Ámsterdam y su padre, según algunas fuentes, probablemente era hijo de un acaudalado comerciante de Le Havre. De niña ingresó a un convento. Luego tuvo la intención de convertirse en monja, pero no siempre seguía las reglas del lugar donde fue acusada de sacrilegio cuando organizó un entierro cristiano, con una procesión y ceremonia para su mascota: ¡un lagarto! Henriette, años más tarde, se encargaría de cambiar su nombre por uno más artístico y sensual: Sarah Bernhardt. Cuando su padre murió en el extranjero, el duque Charles Morny, medio hermano de Napoleón III, amigo y patrocinador de Julie, propuso convertir a Sarah en una actriz, una idea que a ella la horrorizó. Sin embargo y aunque su madre la educó para que fuera una prostituta fina, la niña, al asistir a su primera presentación teatral quedó fascinada con la Comedia Francesa. Eso hizo que, tiempo después, su verdadera pasión fuera el teatro, donde llegó a encandilar al público con su belleza y su imponente voz, la "voz de oro", que embelesaba a hombres y mujeres.

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Estatua, esfinge, mala, virtuosa, indomable, apasionada, atractiva e inaccesible, Sarah transmitía las emociones que sentía. Era la reina de la actitud y la princesa del gesto. Admirada por todos los públicos y perdonada por sus extravagancias y sus caprichos, ella no pasaba desapercibida en ningún lugar. La artista era excéntrica. Dormía en un féretro de palisandro, tapizado en terciopelo violeta. Así era Sarah. Viajaba con un séquito de perros, gatos, aves, tortugas, monos, leopardos e incluso lagartos. Muy aparte de los príncipes y potentados; de los actores y los hombres que la amaban e idolatraban. "La Divina" era, pues, una mega estrella. Escandalosa y hechizante, apasionada y compleja. Hombres como Gustave Flaubert, Marcel Proust, Sigmund Freud o Bernard Shaw, caían rendidos ante su encanto y erotismo. "Hay cinco clase de actrices -escribió Mark Twain- las malas, las regulares, las buenas, las grandes y Sarah Bernhardt".
La espigada rubia de ojos de un intenso color azul cobalto, de nariz perfilada y labios rosados, por fin llegó a Lima el 23 de noviembre de 1886 a bordo del vapor "Ayacucho", procedente de Valparaíso, después de haber pasado una temporada triunfal en Santiago de Chile y Buenos Aires. Ese día centenares de personas la esperaban desde las primeras horas de esa fría madrugada de cielo azul profundo. Al ver su esbelto perfil, largos gritos de admiración se escucharon desde el muelle. Gritos que se agudizaron cuando Sarah empezó a descender por la liviana escalerilla. Llevaba consigo una bonita carabina con una elegante funda de tul y cuero. En uno de sus brazos cargaba un hermoso perro llamado "Braque", el que llevaba en su cuello un bonito collar de plata brillante y que tenía grabado el nombre de ella. Desmesurado el equipaje de la compañía y en especial el de "la Divina", quien, además de los más de cien grandes y pesados baúles traía otras cajas de menor tamaño con los nombres de cada uno de los personajes que representaba. Un elegante carruaje la esperaba afuera del muelle para trasladarla hasta sus departamentos que se le tenía preparados en el hotel Francia e Inglaterra a unos pasos de la Plaza de Armas. Cientos de personas se habían apostado al pie de la carretera, para ver el paso de la artista que sonriente, saludaba agitando los brazos.

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En vista del gran éxito económico de sus presentaciones, Sarah estuvo en Lima hasta el 11 de diciembre de 1886, día en que partió rumbo a Guayaquil, para luego seguir a Panamá, México, La Habana y los Estados Unidos. Durante su estancia en la capital, Sarah movilizó multitudes. El Comercio designó a un reportero para que siguiera a la artista para no perder un solo detalle de la sensacional visita. Acaparó páginas enteras en los diarios que cada día colocaban una nota contando sobre sus actividades y sus magistrales actuaciones en el Politeama, en las escenas de "La dama de las camelias" y "Fedra" o en las de "Theodora" y "Hernani". Escenas en las que la artista era experta en toda clase de triquiñuelas, pataleos, toses y quejidos agónicos. "La Divina" odiaba a los periodistas, a los que trataba de víboras y sanguijuelas. Contra ellos renegó hasta el último día de su vida. Sarah Bernhardt murió en brazos de su hijo Maurice, el 23 de marzo de 1923.
Fue ella, Sarah Bernhardt, la que inauguró un nuevo tipo de sensacionalismo en el Perú: el artístico.
Fuentes:
- La prensa sensacionalista, Juan Gargurevich
- Página negra Sarah Bernhardt, diario La Nación

domingo, 18 de febrero de 2018

LA PRINCESA DE BORBÓN: EL CURIOSO CASO DEL HOMBRE MUJER

Impactaba en el escenario. Era alto, rostro agraciado y rasgos tersos; voz aflautada y ojos grandes, oscuros y profundos. Solía usar un sombrero negro adornado con grandes y delicadas plumas de colores rosa y violeta. Su calzado era más pequeño que el tamaño de sus largos pies y como parte de su elegante ajuar, llevaba suaves medias negras con finos detalles calados.
Luis Fernández había nacido durante la Primera República, entre los años 1873 y 1874, en una pequeña y soleada aldea cercana a A Coruña, provincia de Galicia al norte de España; un puerto bañado por el Atlántico al que le envuelve un halo de misterio, el mismo misterio que envolvía a este joven inquieto. Cuando en la aldea llegaba el verano, llegaban también las fiestas de carnavales, fiestas donde le gustaba cantar disfrazado con la ropa de su madre. No le gustaban los trabajos comunes en la aldea, a Luis le fascinaban los escenarios y los teatros llenos de público. Se vivía una época de huelgas y manifestaciones que llevaron a que muchos de sus amigos migraran a Cuba o Argentina y como él tenía familia en Buenos Aires, se fue para esas lejanas tierras. Allí empezó cantando y luego se animó a bailar. El cabaret era su mundo. Sus actuaciones eran atrevidas, sus movimientos tan femeninos que llegaban al colmo de la exageración. Al poco tiempo, fue conocida como "La Princesa de Borbón".

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Fernández era un personaje tentador, sugerente y a la vez, misterioso. Sin embargo, sus modelas eran, por lo general, torpes, tan torpes que hacía evidente ante los ojos del público que se trataba de un travesti. Su compañero de día y de noche, era un sombrero negro con el que no solo seducía sino también, le servía para ocultar su suave rostro ante las miradas que lo hacían sospechoso. Para la "Princesa de Borbón" la principal razón de trasvestirse, no era finalmente la actuación y el aplauso de público en los teatros. La razón era estafar a los pobres incautos que se veían enredados entre sus garras. Al parecer, Fernández era parte de una suerte de banda conocida como "Los ladrones travestis" y se les reconocía porque conocían cómo moverse como "Pedro por su casa" por las calles. Cuando aparecía algún guardia, se subían cual rayos al carruaje de un cómplice que los esperaba en una de las esquinas, daban la vuelta a la manzana, para luego alejarse a toda velocidad en el primer tranvía eléctrico que pasara.
Alrededor del año 1900, "La Princesa de Borbón" viajó por diversos países de Sudamérica hasta desembarcar en el puerto del Callao. Al llegar a la ciudad de Lima, continuó con sus aventuras. Con la ayuda de una amiga travesti que había conocido, "La Bella Otero", mucama también, en la casa de una familia millonaria, Fernández se hizo pasar por la hija de un magnate mexicano, hospedándose en un lujoso hotel del centro de la capital. Al permanecer en este hotel limeño, lo que buscaba la princesa en realidad, era hacer que un ministro cayera entre sus redes. Y lo consiguió. ¿Quién era el ministro? No lo sé. Lo que se sabe es que logró su objetivo y fue en una fiesta que se organizó una de esa noches en el mismo hotel. El enamorado ministro cayó estafado por la princesa que terminó sacándole todo el dinero que pudo; luego desapareció con el suculento botín. El amante funcionario al ver que su princesa no aparecía, notificó su desaparición a la policía. El descubrimiento de la policía de que este curioso travesti se encontraba de huésped en la ciudad causó los comentarios más risueños en la prensa y en los cafetines. Después de una larga búsqueda, cuando la policía dio con su paradero, "La Bella Otero", se escapó con todo el dinero que les quedaba. El enojado funcionario logró más tarde, embarcar a Fernández en el primer vapor hacia Valparaíso. Al llegar, luego de un largo trayecto a Santiago, siguió haciendo sus fechorías. Se fue a los lugares más insospechados. Sedujo a un aristócrata millonario que al darse cuenta de su condición sexual puso en cuestionamiento la suya y sin poder resolver este conflicto interno, acabó suicidándose. A "La Princesa de Borbón" este hecho le importó poco o nada. A los pocos días partió a Montevideo y en esa ciudad conoció, en un club nocturno, al comisario del pueblo del que fue su amante, mostrándose ambos en público sin ningún reparo. Fernández  no podía con su genio. Al poco tiempo se cansó del comisario y regresó a Buenos Aires. En esa ciudad trató de estafar ni más ni menos que al Congreso Nacional. Les solicitó una pensión como viuda de un soldado paraguayo el cual no existía. El Congreso al darse cuenta que todo era un cuento y que el documento presentado era falso, le negó el pedido.
Luis Fernández, durante largo tiempo se la pasó, de comisaría en comisaría, lo dejaban en libertad y luego volvía a las andanzas. Pasaron los años y sus edad lo fue alejando de los oscuros cabarets y la pobreza, poco a poco, pasó a ser parte de su vida. La que fue "La Princesa de Borbón", murió en la extrema pobreza en la década del treinta.

Fuente y fotografía: Revista Variedades 1913

domingo, 11 de febrero de 2018

EL ARTE DE EGUREN

El texto está basado en una entrevista que le hizo Teófilo Castillo a José María Eguren en 1919 no como poeta sino, como artista plástico. Castillo, nacido en Carhuaz, Ancash, era un crítico de las artes plásticas, así como Clemente Palma lo era para la literatura. Bigotudo, de estatura mediana y rostro adusto, Castillo pasaba los sesenta años y, como pintor de retratos, se había especializado en una pintura descriptiva, llamada "fin-du-siècle". Pintaba retratos muy convencionales, pero, en verdad, conocía bien su oficio.

"Conozco a Eguren, al genial Eguren, al delicioso Car San Gú". (Abraham Valdelomar)

Eran cerca de las tres de la tarde de ese verano de 1919 cuando acompañado de mi amigo Alcántara La Torre, llegué a Barranco, a ese lugar de ensueño, apenas a quince minutos de Lima, yendo en el tranvía eléctrico. El sol consumía los restos de esa mañana nublada, algo común en esta época del año. Era Barranco un refugio de poetas y escritores. Un lugar ni dormido y orgulloso como Chorrillos; ni lleno de "gringos" como Miraflores, era así como se escuchaba en algunos corrillos de la capital. En ese lugar de calles rectas y barrios quietos; de alamedas frondosas y de grandes ficus; de fucsias buganvilias y de azules jacarandás, vivía José María Eguren. Eguren era, además de un gran poeta, fotógrafo, pintor y hasta inventor.

Al tocar la puerta de la casa, nos recibe un criado.
- ¿El señor Eguren?
- Pase no más .......

Su casa era pequeña, clara y sencilla, no había detalles en el exterior que mostrasen que allí vivía un pintor poeta. Algunas macetas corrientes, con grandes y rojos geranios; unas antiguas sillas de mimbre y un viejo fonógrafo que dejaba escuchar, muy bajito, una sinfonía de Beethoven y en una sala contigua, colgados en una pared, muchos cuadros que no se dejaban ver por la intensa luz del sol que entraba de la calle.
Eguren era un artista completo y complejo. Su arte fue fundamentalmente autodidacta, natural. En él combinaba el sonido, las palabras y la imagen. Había pintado desde niño, cuando pasó largas temporadas en algunas haciendas como la de Chuquitanta y Pro, al norte de Lima; esto se debió, a su delicada salud. Cuentan algunos que el poeta acostumbraba hacer largas caminatas desde el centro de la ciudad hasta Barranco, en su largo camino iba contemplando las chacras, los ríos, los cultivos, los árboles y todo lo que rodeaba ese ambiente natural que dotaría luego a su obra poética y plástica de una especial sensibilidad. Aunque nunca tuvo profesores que le enseñaran, en su memoria quedaba el recuerdo de una señora italiana, Cazoratti era su apellido, no recuerdo su nombre, me dijo, pero le gustaba mucho hacer gobelinos y flores, muy bonitos. Eguren era original y un poco raro en su pintura, pero raro sin teatros ni poses.
- ¿Cuál género de pintura usted prefiere?
- Todos, pero quizá el paisaje ...
- ¿Qué pinta usted ahora?
- ¡Nada! 
- ¡No es posible eso! ¿Por qué?
- Porque me he convencido de que no tengo condiciones.
- ¿Y quién le ha dicho eso?
- Nadie, yo que lo siento.



Eguren era una persona circunspecta, modesta y hasta un poco huraña. Andaba por entonces, por los cuarenta y cinco, de mediana estatura con un halo atractivo y su rostro era blanco aunque un poco tostado por el sol. De ademanes espontáneos, cortantes, pero cortantes con fluidez, con gracia y elegancia. La voz de Eguren era como sus años, de tonos otoñales.
Luego de un largo rato de conversación, nos fuimos a la sala contigua. La luz del sol era menos brillante y una viento frío entraba por una de las rendijas de la ventana, pude ver así más de cerca sus cuadros. Algunos me parecieron toscos, tan toscos que me asustaron. Sin embargo, en otros dos, noté una cierta simpatía, simpatía que me tranquilizaron y que me hicieron ver que Eguren era un pintor real, tangible y nada metafórico.
Los cuadros que el crítico más le elogiaba eran los que había ejecutado en una primera etapa. En ellos se sentía más la sensibilidad del artista y que, precisamente, nadie había aplaudido ni hecho alguna mención siquiera. Sin embargo, los que eran considerados como un prodigio dejaron a Castillo de una pieza, frío y hasta lelo por el disgusto. Eran para él, cuadros que alguien hasta con los ojos vendados, sin más pinceles que los dedos, podía ejecutar.
Habían pasado varias horas, eran las primeras horas de esa cálida noche de verano, en las calles se sentía el silencio. Para esas horas, Castillo había terminado de catalogar al artista plástico. Para el crítico, Eguren era un artista de una intensa sensibilidad; un artista que su fuerza está en el detalle y en la fineza; en la exquisitez y la emotividad. Un artista de una técnica delicada e ingenua, tan ingenua como un niño.
Fuentes:
- Revista Variedades, año 1919
- Valdelomar y la Belle Époque, Luis Alberto Sánchez

jueves, 8 de febrero de 2018

¿FUE TRAICIÓN?

El caudillaje de Leguía, después de la etapa de fascinación en 1919, de la etapa de la lucha entre 1919 y 1925 y de la etapa de la apoteosis entre 1926 y 1929, tenía que empezar su cuarta etapa, la del ocaso.
Era el otoño de 1930, los días de Semana Santa estaban próximos a llegar. Acababa de morir José Carlos Mariátegui, en la ciudad se vivían momentos de alta tensión y convulsión. Era evidente que la segunda reelección de Leguía estaba destinada al fracaso. El gobierno no tenía ninguna fuerza, ni política ni económica. Los grupos que lo rodeaban eran heterogéneo y moralmente débiles. La crisis económica mundial hirió de muerte a muchos gobiernos, entre ellos, el de Leguía. Cada vez había menos dinero y más número de desocupados. Estuvo a punto de llevarse a cabo un intento de asesinato o tomar prisionero al Presidente en el momento en que se dirigiera a la misa en la Catedral. Esos días, pues, transcurrían entre, los rumores, la zozobra y las persecuciones. Muchas conjuraciones abortaron, muchos fueron llevados a prisión, es decir, todas las intentonas fallaban.
Foción Mariátegui Ausejo (1885-1961), era el Presidente de la Cámara de Diputados y como diputado representaba a Tahuamanu, provincia del recientemente creado departamento de Madre de Dios y que, por aquellos años, solo tenía unos quinientos habitantes y a la que jamás visitó. Estaba emparentado con la familia Swayne, a la que pertenecía la esposa de Leguía, fallecida once años atrás. Foción era un hombre alto, de nariz larga, ojos claros y mirada profunda; de caminar lento y ademanes mesurados. Hacía unos meses que había cumplido los cuarentaicinco años. Era tan aficionado a la hípica como el propio Leguía. Ambos no dejaban de asistir ni un solo domingo al hipódromo de Santa Beatríz.
El Presidente Leguía ya estaba enfermo, se le notaba pálido y mucho más delgado. Su enfermedad había aparecido con caracteres crónicos, pese al tratamiento al que se sometía y a la capacidad de reacción que tenía. En las noches de ese otoño, en la casona de la calle Pando, después de las comidas familiares, se venía discutiendo un solo tema, tema que venía preocupando a muchos. Era necesario el retiro. Lo mismo sucedía en Palacio, después de los almuerzos. Leguía lo pensaba y también le preocupaba; mas solo tenía una indecisión, quién podía ser su sucesor. Necesitaba de alguien que pudiera continuar la obra.
Pasaron los meses y llegó el mes de agosto con sus vientos fríos y sus finas garúas. Se notaba en la ciudad que algo raro venía ocurriendo. La gente cercana al régimen se sentía preocupada, nerviosa e inquieta. El Ministro de Gobierno, no dormía y las autoridades hacían ronda todas las noches. Una de esas noches de agosto cuando el cielo era de un hermoso color azul cobalto, estaba el Presidente conversando, bajo la tenue luz de los candelabros y con una copa de agua mineral, con Foción Mariátegui. Foción, luego de haber estado hablando largo rato sobre la difícil situación política le dijo al Presidente, que en unos días estaría viajando a la ciudad de Arequipa pues debía ir luego a los baños termales de Jesús.
En el mes de febrero de ese año, el menudo Luis M. Sánchez Cerro había sido ascendido al grado de comandante. Según cuenta Basadre, si las memorias de Leguía, "yo tirano, yo ladrón", son ciertas, él vaciló antes de firmar la resolución, pero tanto Foción Mariátegui, como el coronel Manuel María Ponce Brousset y hasta el propio Sánchez Cerro, pese a su pasado lleno de aventuras revolucionarias, le dieron toda clase de garantías. Una vez que fue ascendido, Sánchez Cerro viajó a Arequipa a ocupar el cargo que le habían asignado.
Al llegar a la soleada ciudad sureña, Foción Mariátegui, mantuvo algunas reuniones de carácter sedicioso con su protegido, el recientemente ascendido comandante Sánchez Cerro y con otros militares, además de algunos civiles. Mientras tanto, en Lima, en la vieja casa de Pizarro, una tarde Leguía recibió un telegrama de manos de José, su mayordomo. En él se le informaba sobre lo que venía ocurriendo, pero se negó a creerlo. No podía creerlo puesto que Foción mismo le había enviado un telegrama hacía apenas unos días atrás donde lo adulaba.


Leguía escribe en sus memorias: "Después de esos sucesos volvió Mariátegui a Lima y, como de costumbre, su primera visita fue para mí. Cuando lo tuve frente a frente, inquirí en su mirada, en sus actos y en sus movimientos el vestigio de lo pasado, quise arrancarle un rayo de luz que aclarara su auténtica condición de traidor o servidor sincero y noble. Pero, para decir verdad, nada adiviné, tal era la confianza que me inspiraba por su doble rol de pariente y amigo".
Aquel viernes 22 de agosto de 1930, en la capital había llovido ligeramente. Corrían muchos rumores. Por la mañana, el Ministro de Gobierno había acudido a Palacio no una, ni dos, sino, ¡tres veces! Algo sucedía, pues el Ministro mantuvo esa misma tarde una larga reunión con el Comandante en jefe del Ejército. A la mañana siguiente, los titulares de El Comercio, La Prensa y La Crónica, anunciaban que el día anterior se había sublevado en Arequipa el regimiento de infantería cuyo comandante era Luis M. Sánchez Cerro.
En la tarde del domingo 24 de agosto de 1930, tal como era su costumbre dominical, Leguía no quiso dejar de concurrir al hipódromo de Santa Beatríz. Esa misma noche presentaba su renuncia ante el general Manuel María Ponce Brousset.
Foción Mariátegui se asiló en la Embajada de Chile. Meses antes de la revolución se venía escuchando por algunos corrillos que a Mariátegui le interesaba ocupar el cargo de Leguía. Por otro lado, pruebas fehacientes de la traición no las hay, pero la mayoría de los leguiístas lo acusa. Después de la caída de Leguía, Foción se retiró de la política. Murió en Lima en el año 1961 a los setenta y seis años.

Fuentes:
- "Historia de la República del Perú", Jorge Basadre 
- "Los Burgueses", Luis Alberto Sánchez 
- "Leguía, ensayo biográfico", Rene Hooper López 
- "Sánchez Cerro y su tiempo", Carlos Miró Quesada Laos

ESTÁ BIEN MAMBO, PERO NO TANTO

El mambo rondaba en el alma de un genio musical llamado Dámaso Pérez Prado, de la cuna del danzón, Matanza. Tiempo después, en México no se bailaba más que mambo, tan popular era que escribió una letra que decía: "yo soy, el ruletero, el matalacachimba ........." y pronto llegó a Lima y atrapó a gente de toda condición, las niñas bien lo ensayaban frente al espejo: "mambo, que rico el mambo, mambo, que rico es, es, es ......" Fácil no era, había que sumar el ritmo, la gracia y las ganas de moverse. Pérez Prado debía llegar al Perú a principios de marzo de 1951, se iba a presentar por Radio El Sol, quince días de actuaciones en la capital le traerían una ganancia más que jugosa: medio millón de dólares. Y, ¡cómo no! si se trataba del músico latino mejor pagado de la época. Bordeaba los treinta y cinco, apenas media un metro y cincuenta y ocho. Usaba zapatos de dos colores, al estilo "elevate shoes". Y cinco años residiendo en México eran suficientes para que empezara a hablar con el acento mexicano. En alguna presentación a Benny Moré se le había ocurrido decir ¿Quién inventó el mambo que me sofoca? ¡Un chaparrito con cara de foca! Y así, se quedó con el sobrenombre de Cara de Foca.


Al amanecer del sábado 3 de marzo de 1951, el aeropuerto de Limatambo estaba que rebalsaba de gente: periodistas, editores y centenares de fanáticos que gritaban, lloraban lo aclamaban, y es que no era para menos, llegaba el "rey del mambo" con su orquesta, lo que algunos creían era el ¡diablo en persona! Lentes ahumados y una amplia sonrisa bajo el bigotito, trajeado con un saco gris a cuadros, unos zapatos de chinchilla y su corbata verde adornada con un brillante prendedor, regalo de alguna estrella de cine como Doris Day, Cary Grant o podría haber sido un regalo del gángster Costello, luego de haberlo conocido en un club nocturno. Después de volar toda la noche había llegado con sueño, listo para irse directo a la cama, aunque Última Hora y Radio el Sol, no lo dejaran ni pestañear. No importaba, porque aunque andaba con sueño, también tenía apetito, ah! y estaba sediento, es que cuando le preguntaron qué tomaba respondió: ¡el Faraón del mambo bebe de todo! De todo como una Coca Cola bien chispeante, y es que "la bebida popular de calidad", colocó un gran aviso en las páginas centrales de un tabloide que Pérez Prado se presentaría hoy, ¡hoy a las siete y quince en Radio El Sol! Diez mil personas, no entraba un alma en ese caluroso auditorio. Radio El Sol era la señal prohibida por el cardenal aunque de nada sirvió, a la siete y cuarto todos sintonizaban la radio y hasta radios de provincias se habían encadenado para transmitir el especial del mambo.
¡Pero que horror! Rabiaron las voces de los púlpitos. ¡Qué obra diabólica es el compás del mambo! Se escuchaba en las emisoras católicas. ¡Pero si el mambo es un baile muy decente! -decía Pérez Prado. Los tabloides como Última Hora empezaban a preocuparse. Nada más que un año atrás, el cardenal Guevara había organizado un masivo Congreso Eucarístico Nacional. Cien mil almas se habían reunido en el Campo de Marte en una solemne ceremonia para la consagración de la eucaristía ahora prohibida para los que prefiriesen el mambo a la salvación eterna. El mambo estaba prohibido por la Iglesia del Perú, lo mismo que ese demoníaco concurso que se anunciaba para el próximo sábado en la Plaza de Acho. Pero si ni siquiera estaba permitido bailar mambo en las casas.
"Hoy en Acho: la emoción del mambo". Los concursantes vengan a las siete de la noche y "bien comidos" se leía en grandes titulares del pequeño tabloide y por otro lado circulaban volantes de la sociedad católica recordando que quienes se dejasen arrastrar por "el compás del mambo" serían condenados al infierno.
Temprano en la mañana del sábado, afuera del hotel un gentío gritaba y lo llamaba a coro. A ratos asomaba por la ventana del segundo piso para devolver el saludo, hasta que tocaron a su puerta. El pequeño músico había aceptado una sesión fotográfica ahí, en la misma habitación. Había quedado con Última Hora que las fotos serian así, tal cual. Pérez Prado en la cama, recién levantado; en calzoncillo, claro, era largo y hasta las pantorrillas. Pérez Prado ante el espejo, vistiéndose, colocándose los famosos botines, hasta con ¡bonete y mandil de chef! pues se suponía había preparado un "pavo a la cubana". Los lectores del tabloide desayunaban con Pérez Prado, almorzaban y cenaban con Pérez Prado. Como el faraón dijo que bebía de todo, los periodistas "más famosos del mundo", le dieron a beber un pisco sour que lo hizo ¡echar fuego!
Cruzando el puente, sobre el río hablador, se veía el perfil de la Plaza de Acho que era rodeada por las vivanderas, gruesas señoras, que escondidas tras el fuerte humo, vendían sus anticuchos, el choclito y el choncholí; mientras más se estaba cerca a la plaza había más gentío y más revendedores que sólo se arriesgaban con eventos como este de mucha demanda. Eran pasadas las seis de la tarde, a lo lejos, se escuchaba el eco de las últimas campanadas de alguna antigua iglesia. A esa hora los boletos estaban agotados y en la Plaza no entraba un alfiler más. El que no alcanzó a entrar, no se tenia que preocupar, podía escuchar por los altavoces. Nadie debía quedarse con las ganas de escuchar a Cara de Foca. Llegó la hora, por las puertas por donde salen los toros, salieron los primeros concursantes. Ellas trajeadas de luces y bobos tropicales y los varones con pantalones de "huatatiro" que favorecían aún más las contorsiones. ¡La locura! De pronto, se escuchan los eufóricos aplausos. Señal que Cara de Foca estaba ¡ya, ahí! El resplandor de los grandes reflectores bañaban todo el círculo de arena, a los músicos y a las primeras treinta parejas, y, al centro, vestido todo de blanco, con sus botines elevadores y su eterna sonrisa, al faraón del mambo. Esa noche estrenaba una pieza, compuesta en los últimos días: "al compás del mambo". Animaba Pantuflas, un cómico que imitaba a Cantinflas y que tuvo el buen tino de hablar poco y dejar que Pérez Prado llenara la noche que estaba de un impresionante color azul, con su música que rebotaba en ese cerro color pardo, el San Cristóbal. Fueron varias noches vibrantes en la misma Plaza de Acho, la última, la del miércoles 14 de marzo, quedaban tres parejas, entre ellas, dos niños, Héctor y Otilia. Pérez Prado los escogió a ellos como los ganadores. Se repartieron la enormidad de ¡cinco mil soles!
Meses después, en ese invierno húmedo de Lima, regresó Cara de Foca, esta vez vino con sus músicos, con dos baúles de partituras, además de ochenta valijas, bailarinas, dúos de cantantes y más. Llegó con las ganas de beberse un pisco sour con los periodistas "más famosos del mundo". Pero, algo llamaba la atención en el músico y es que entre sus brazos cargaba un perrito faldero llamado Mambo. Por el tabloide Ultima Hora, se supo también que Pérez Prado se había casado en secreto con Margo, una de sus bailarinas.
Finalmente, la prohibición del mambo nunca fue levantada, simplemente fue languideciendo, apagándose hasta quedar en el olvido. Los púlpitos ya no se preocupaban por lo que Última Hora publicaba y el cardenal pasó a una clausura palaciega.

Fuente:
- Ultima Hora, el rey de los tabloides, Guillermo Thorndike

domingo, 4 de febrero de 2018

PRADITA

Escribía bajo el seudónimo de "Ascanio"*, era esbelto y muy buen mozo; alto, pasaba del metro ochenta; sus ojos eran azules tan azules como el cielo cuando sonríe; tenía una cabellera rubia, un mentón cuadrado y agresivo y una nariz fina y larga. Era de vestir elegante tan elegante que se le consideraba un "arbiter elegantiarum" limeño. En sus memorias, su madre, Adriana de Verneuil, con su mirada encantadora y su sonrisa franca, lo recordaba como "mon bebe" o "mi hijito". Alfredo González Prada nació en la ciudad de París, un 16 de octubre de 1891; la mayor parte de su vida la pasó fuera del Perú. Uno de sus compañeros de clase en el "Instituto de Lima", dirigido por "herr lebrer", era Augusto Leguía Swayne, el hijo del presidente y conocido como todo un joven don Juan. Augusto tuvo, por el año quince, un sonado romance con la bailarina española "Marinerita". González Prada quería estudiar Filosofía y Letras y ser diplomático, fue así que en el año 1906, ingresó a la Universidad de San Marcos.
En una cálida tarde del verano de 1913 conoció, entre el aroma de la canela, de la menta y el sonido suave de un vals vienés, a Carmen Sosa Menacho, una guapa muchacha de familia aristocrática con un cierto aire andaluz, de ojos brillantes, cabellos negros y ensortijados. Carmen y sus hermanas traían de vuelta y media a todos los galanes de barrio sin embargo, ella, seis años menor que Alfredo, romántica e impetuosa, se enamoró de él y él de ella. De estos amores, nació una niña que murió al nacer. En junio del año siguiente, nació un hermoso niño al que llamaron Alfredo Felipe. Adriana, al recordar las angustias por el nacimiento de su hijo Alfredo, creyó en la necesidad de cuidar a su nieto, un niño muy frágil y enfermizo, bautizado en la iglesia de San Marcelo, como Felipe Soria, y que luego más tarde lo inscribieron como Felipe González Prada, como hijo natural de Alfredo.


Alfredo desde 1911, había ingresado como aprendiz en la Cancillería a la que renunció luego que el coronel Oscar R. Benavides dio un golpe de Estado en el año catorce. Hacía pocos meses que se había inaugurado el Palais Concert, famosa confitería donde compartía largas tertulias en los salones cubiertos de espejos, con Abraham Valdelomar, José Carlos Mariátegui, Pablo Abril de Vivero, Antenor Orrego y Federico More, todos ellos de la nueva generación literaria.
Unos años después y para graduarse de abogado, Alfredo presentó una tesis sobre "El derecho y los animales". Tesis que suscitó un acalorado debate entre los profesores y un gran entusiasmo en los alumnos que terminaron paseando al recién graduado en hombros, por los claustros sanmarquinos. Algún catedrático comentó esa vez: "¿Pradita, nos está tomando el pelo?
Al año siguiente, en el calor de la Belle Époque, cuando en Lima crecía la afición por el champagne y se empezaban a escribir temas exóticos, Alfredo empezó a trabajar en la redacción de "La Prensa" donde su nuevo dueño, el liberal Augusto Durand Maldonado, simpatizó tanto con él que cuando éste fue nombrado Ministro Plenipotenciario en la Argentina, se interesó para que al joven diplomático, por entonces de veinticinco años, lo nombrasen Segundo Secretario. El próximo viaje de Alfredo a Buenos Aires, le causó a Carmen un horrible vacío. Mientras esto se concretaba, escribía algunas crónicas y artículos para la revista "Rigoletto", cuyo director, Pedro de Ugarriza, era uno de los personajes más inquietos, cínicos y, a la vez, atractivos de la Lima de esos años. Este personaje se dedicaba también ni más ni menos, que a la ¡caza de cóndores! Escribía también para "Lulú", dirigida por Carlos Pérez Cánepa, un personaje frívolo y hasta un poco cursi; además de "Colónida", cuyo director, Abraham Valdelomar, decía que su revista era "seria, muy seria". Antes de dejar el Perú, Alfredo había escrito la mayor parte de su obra. Participó en el libro "Las Voces Múltiples", junto a Valdelomar, Antonio Garland y otros. Uno de sus poemas, el más hermoso de todos, fue "La hora de la sangre", publicado en la revista de Valdelomar. Su producción literaria la reanudaría en el año treintainueve cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. 
Desde Buenos Aires, Alfredo, que al igual que Augusto Leguía, era todo un don Juan, le escribía a su padre algunas cartas donde le contaba sus picantes aventuras de su vida donjuanesca en aquella ciudad.

- "¡Canalla! ¡Doble canalla! ¡Triple canalla! -le respondía su padre- conque siguiendo mis aficiones, te vas a ver mujeres. ¡Adriana y yo estamos escandalizados con tus palabras!"
Al poco tiempo, en julio de 1918, falleció su padre, cuando aún se encontraba en Buenos Aires. Dos años después, fue trasladado a Washington, lugar donde se produjo este enredo diplomático con la altiva señora Poindexter. Pero la muerte de su padre y los asuntos políticos determinaron un viraje en su vida. Regresó a Lima, una Lima muy cambiada, con nuevas plazas y elegantes edificios de estilo europeo; regresó para hacerse cargo de Felipe que se había quedado al cuidado de Adriana, su abuela, pues mientras Alfredo estuvo en Buenos Aires, Carmen había conocido a un industrial y empresario de cine argentino.
Mientras se llevaban a cabo las negociaciones para resolver el litigio entre Tacna y Arica, Alfredo conoció a Anne Elizabeth Howe, una muchacha de sociedad norteamericana, muy bonita con una figura esbelta y elegante. Aunque algunos amigos cercanos a Alfredo no vieron con buenos ojos esta relación, a los pocos meses se casaron y con ello acabó su vida de bohemia. El matrimonio se realizó en el año 1922, en una antigua iglesia llamada San Bartolomé, conocida como St. Bart, ubicada en el lado este de Park Avenue. Esa boda fue todo un suceso social entre los "fashionables" de Washington y Nueva York. Alfredo y Anne no tuvieron hijos. Su amor eran los libros, libros que Anne podía leer en español aunque nunca habló el idioma de su marido. Este amor a los libros fue algo que duraría hasta el fin de sus días. Ella gustaba tanto de los libros como del Dry Martini pero en dosis moderadas. Alfredo, muy sobrio, gustaba de un gin o un whisky. Sin embargo, con los años, tuvo que rendirse ante un delicioso pisco sour. Gustaban de los viajes, durante veintiún años y cada primavera visitaban los rincones y parajes más lindos del mundo. Viajaron a los países escandinavos, Turquía, Reino Unido, España, México, es decir, a muchos lugares, mas nunca llegaron al Perú. Tras la caída del régimen de Leguía en 1930, fue acreditado como Ministro Plenipotenciario en Inglaterra y como Presidente de la Liga de las Naciones pero renunció apenas asumió el poder el comandante Luis M. Sánchez Cerro. En el año 1933, Felipe, su hijo con apenas diecisiete años falleció estando en París junto a su abuela. Luego de la muerte de su hijo, Alfredo se dedicó a editar los libros de don Manuel. Lo hizo un poco para consolarse, un poco como estímulo. Aunque en su mente ya rondaba la idea del suicidio.
Seis años después, el primero de setiembre de 1939, estalló la Segunda Guerra Mundial. Era el turno de abandonar Europa. Polonia estaba destrozada. Los Prada esperaron que los turistas abandonaran Europa en los primeros barcos. Partieron recién en octubre en el trasatlántico "Presidente Harding". Casi llegando a la ciudad de los rascacielos, chocaron con otro buque. El estrépito fue espantoso. Hubo decenas de heridos. Casi hunde al barco que los transportaba. Esta accidente, además de la toma de París, afectaron a Alfredo.
¿Qué precipitó a aquel buen mozo y galante escritor, jurista y diplomático al suicidio?
A los dos años de estar viviendo en Nueva York, Estados Unidos, a raíz del ataque a Pearl Harbor, en diciembre de 1941, entró a la guerra. Fue en esos momentos que su situación se complicó, pues al haber nacido en Francia, era considerado como un "enemy allien", esto de acuerdo al "Jus Soli" que regía al Departamento de Inmigraciones. Se encontraba desesperado pues todas las puertas se le habían cerrado, incluso, no podía siquiera mantener correspondencia. A esto se sumó que una tarde, Alfredo se presentó en la oficina de Rembao, un bondadoso mexicano y ministro de la iglesia presbiteriana, ubicada en el número 20, piso once de la Quinta Avenida. Allí le contó que había visitado a su médico y que éste, luego de algunos exámenes, le había diagnosticado un tumor en el cerebro. Lo más triste era que, según Alfredo, habían dos soluciones: o moría o se volvería loco. Ya se lo había dicho a su madre, mirando por la ventana, mirando hacia los edificios lejanos de Nueva Jersey:

- No, ¡yo no aceptaré verme entre esos dementes!
- ¡No, mi hijito!
- Mamá, lo único que me detiene es el dejarte sola, pero si tú te mataras conmigo, entonces todo se arreglaría.

Adriana terminó aceptando el doble suicidio. Estaba resuelta a morir con su hijo. Por otro lado, Rembao no logró convencer al diplomático por más que le trataba de decir que si no se curaba "¿qué más le da? Seguirá viviendo en un mundo irreal". ¡Todo fue en vano! A los pocos días, Pablo Abril, su mejor amigo, se presentó una mañana en el apartamento de Alfredo, éste, barbudo y extraño, entreabrió la puerta y le arranchó casi de las manos el libro que había ido a devolverle. Luego de unos días, Alfredo volvió a hablar con su mamá:

- Yo me mato, pero tú no mamá, porque si no ¿quién cuidará de los libros de papá?



Anne Elizabeth, que no estaba enterada de la decisión de su marido, se encontraba acostada en una de las camas, la más cercana al balcón, de la habitación matrimonial del piso 22 del Hampshire House, un elegante edificio frente al Central Park. A las tres de la madrugada del 27 de junio de 1943, Anne Elizabeth, sintió vagamente que Alfredo la besaba fuertemente. Volvió a dormitar. Al poco rato, escuchó que tocaban fuertemente a la puerta. Era el policía del edificio y el de la esquina. Alfredo se había arrojado desde el piso 22, vestido con pijama y bata. Su esposa bajó rápidamente. Reconoció a Alfredo por la bata. En ese momento recordó sus últimas palabras: "Adiós, amor" .......
* Ascanio era el hijo bello del rebelde y amoroso Eneas. Eneas era don Manuel.

Fuente:
- Nuestras vidas son los ríos, historia y leyenda de los González Prada, Luis Alberto Sánchez
- Valdelomar por él mismo, editor Ricardo Silva-Santisteban
- Valdelomar y la Belle Époque, Luis Alberto Sánchez