domingo, 29 de abril de 2018

LUIS FERNÁN CISNEROS

Si a Valdelomar le gustaba un escritor de acuerdo a las estaciones del año, a Luis Fernán Cisneros le gustaba un autor, un actor o una actriz, de acuerdo al día de la semana. Shakespeare e Ibsen de cuando en cuando pero de preferencia los viernes. Los viernes de moda. Y si era domingo, en esas silenciosas y solitarias noches de domingo, cuando el cielo se torna de una tonalidad azul cobalto, le gustaba los Quintero. Y para el resto de los días, aquellos días de lluvia o de viento; de sol o de luna, sus preferidos eran Maurice Maeterlinck y sus misteriosas tragedias; los escritos y ensayos sobre el erotismo o el misticismo del francés Georges Bataille; o las obras de Oscar Wilde o Bernard Shaw.
Hijo del poeta Luis Benjamín Cisneros, Luis Fernán había nacido en París por el año 1882. Estudió en Lima en el colegio Labarthe y, años más tarde, ingresó a la Universidad Mayor de San Marcos. Sin embargo, abandonó los viejos claustros por el periodismo. Luis Fernán era poeta y periodista y si no hubiese sido ni poeta ni periodista, le habría gustado, pues, ser poeta y periodista. Y si perdía la facultad de expresarse, habría escogido ser un astrónomo. Un astrónomo para ver todo desde lo alto, pero sin dañar a nadie. Escritor fácil y festivo, "Los Ecos" se llamaba su columna en La Prensa, allá por la década del diez. Era "una artillería ligera pero no menos destructiva que los obuses de Ulloa". Sin llegar a los insultos, "Los Ecos" decidieron, incluso, "el porvenir público" de mucha gente y "Los Ecos" competía con "Voces", la columna de Mariátegui en El Tiempo. Y fue en el diario El Tiempo, que Cisneros, en una época, estuvo encargado de redactar algunas crónicas rimadas con un corte altamente satírico.

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Luis Fernán Cisneros no era tan buenmozo, pero sus ojos eran dulces, su voz bronca y su caminar tan ágil como el de un felino. Fue contemporáneo de Pedro de Osma, fundador de La Prensa, y de José de la Riva Agüero, cuyo partido, el Partido Nacional Democrático, tiempo después, Cisneros lo denominó "futurista". Como admirador de Piérola, Luis Fernán, no se afilió a su partido, el Demócrata. Es que a Cisneros, contrario a Valdelomar, no le gustaba la política y eso siempre se lo decía a sus amigos. Nunca se puso al servicio de un partido político y menos de un candidato político. Permaneció independiente a lo largo de toda su carrera periodística pero, sí hizo política y la hizo a través de sus artículos políticos a fuerza de periodismo. No faltó que alguien le ofreciera alguna vez una cartera ministerial pero, al igual que González Prada, la rechazó cortésmente y cortésmente también, rechazó ocupar un escaño en el Parlamento. Parisino como él, Luis Fernán, admiraba a Anatole France, si es que "la admiración era comprensión y si era incomprensión a muchos a la vez". Su poeta favorito y de corazón era su padre. Y su libro favorito, pues, allí le gustaba responder que, "antes de leídos, el que voy a leer; después de leídos, el que quería volver a leer". Aunque sobre su mesa de noche no faltaba uno del francés Joseph Ernest Renan.
En La Prensa, Cisneros estuvo un tiempo y otro tiempo no. Estuvo en los años de su fundación como primer jefe de redacción. En esos años, a inicios del novecientos, trabajó al lado de Leonidas Yerovi y Felipe Sassone quienes apenas pasaban o frisaban los veinte años. Al poco tiempo, asumió la dirección del diario, cuando en 1908, Alberto Ulloa Cisneros, fue apresado, luego de la revolución de Augusto Durand. En mayo del año siguiente, conoció lo que era la verdadera presión política. En el quince, Ulloa, perseguido por el régimen de Benavides, se asila en una embajada y parte al exilio. Ese mismo año, Durand compra La Prensa y Cisneros se va a El Comercio donde se desempeña como cronista parlamentario. Sin embargo, Durand no se cansa de invitarlo una y otra vez para que regrese a su diario. Y regresó. Regresó él, acompañado de "Los Ecos". En el año 1921, a dos años de inaugurada la Patria Nueva, Cisneros, como director de La Prensa, mantiene su independencia y sin temor alguno señala, desde sus editoriales, los errores, las arbitrariedades y los atropellos cometidos por el régimen. En ese entonces, el "Tigre", Germán Leguía, Ministro de Gobierno, que no se andaba en medias tintas ni tampoco aguantaba pulgas, lo lleva a prisión. La capital entera se conmueve al ver que al poeta, autor del "Canto a Santa Rosa", se lo han llevado a la isla San Lorenzo. Las protestas no se hicieron esperar, Carlos Neuhaus y Víctor Andrés Belaúnde, encabezan un protesta cívica a la que se les une la Federación de Estudiantes. Al Presidente Leguía no le quedó más que ceder y Cisneros recuperó su libertad. Agradecido por el gesto pero, en la isla -explica- hay personas que no son poetas ni periodistas. "Ellos tienen derecho a la libertad: han presentado habeas corpus". La Corte Suprema los había encontrado procedentes pero el gobierno se negaba a obedecer la orden judicial. Cisneros y Belaúnde rompen fuegos desde La Prensa. Lograron encender los ánimos y día tras día se convirtió en una lucha constante por conseguir que se respeten los fallos. En una tarde de marzo del veintiuno, La Prensa fue confiscada por decreto, al publicar un texto de las palabras de Belaúnde en San Marcos. Pronto, ambos fueron desterrados. Fue un largo exilio en Buenos Aires que duró toda una década. Alguna vez, Cisneros escribió de su puño y letra, unas palabras, "a mis amigos de La Prensa, como recuerdo de un compañero que ya no va a la casa pero que anda con la casa dentro del corazón". Luis Fernán Cisneros falleció en Lima, en el año 1954.

Fuentes:
- Historia de la República del Perú, Jorge Basadre
- Tres periodistas: Ulloa - Cisneros - Beltrán, Enrique Chirinos Soto
- Revista Variedades
- Testimonio personal, Luis Alberto Sánchez
- Fotografía: Tres periodistas: Ulloa - Cisneros - Beltrán, Enrique Chirinos Soto

viernes, 27 de abril de 2018

EGUREN

"José María Eguren es un raro". Así lo describió el poeta arequipeño Alberto Guillén, aquel poeta que le habría gustado ser una nube, un pájaro o una brizna de yerba. "Y es raro, menciona, en este ambiente pleno de aromas sensuales y congestionado de gentes gordas", esas gentes gordas que, como decía Valdelomar, le manchaban el paisaje. Eguren, "era extraño y atormentado; sombrío y paradójico; colorista y sencillo". Una persona circunspecta, modesta y un poco huraña. Sus ademanes eran espontáneos y cortantes. Cortantes mas no agresivos. Cortantes con fluidez, con gracia y elegancia. Un amigo de Guillén, había dicho que Eguren era inconexo y desligado. Y era verdad el dicho del amigo y no era verdad.
"No me interesan las técnicas en mi poesía, no creo en menudas recetitas de cocina literaria".

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El poeta José María Eguren, había nacido en Lima por el año 1874. Era de mediana estatura, menudo y de ojos tímidos. Tenía un halo atractivo. Su bigote se parecía a los de un actor de cine francés. Su cabello, en el que se reflejaban apenas algunas canas, era ensortijado y abundante. Vestía siempre con un saco negro, una camisa de cuello alto y curiosos pantalones a rayas. Le gustaba hablar. Hablar hasta agotar el tema. "La palabra no es importante, la palabra como música. La palabra tiene color, la palabra tiene un matiz, la palabra tiene una sugerencia a veces solo por la palabra misma". Nunca escuchaba pero tampoco pedía que lo escucharan. Su sola presencia llenaba la habitación de un aroma de poesía.
Martín Adán dijo: "Eguren era un hombre excepcional. Un poeta puro que vivía en función de poesía".
Vivió en Barranco desde 1897, lo hacía en compañía de dos de sus hermanas, Susana y Angélica. Su casa, a unos cuantos pasos de la Plazuela de San Francisco, era sencilla, clara y solariega. Tenía unas rejas amables pero no detalles. Detalles que mostrasen que allí vivía un pintor poeta. Es que esa villa de ensueño, y como escribió en su poema Pensativas: "de jardines otoñales y mañanas azules"; de alamedas frondosas y de grandes ficus, era refugio de poetas y escritores. Amante de las caminatas, acostumbraba hacer largos recorridos, de más de quince kilómetros, desde el centro de la ciudad hasta Barranco. En su largo camino -acompañado de un sol amarillo y del cantar de los grillos- iba contemplando la ciudad encantada, las chacras y los ríos; los cultivos y los árboles. Esos largos caminos lo inspiraban para escribir su poesía.
Hace apenas unos pocos días, el 19 de este mes, se cumplieron setenta y seis años de la partida de José María Eguren, un poeta harto elogiado. Un poeta de claroscuros, de sombras y silencio; de perfume y matiz. Pero también, un poeta tan raro y difícil.

Fuentes:
- Revista Variedades/Alberto Guillén 
- Testimonio personal, Luis Alberto Sánchez

VALDELOMAR, A LOS CIENTO TREINTA AÑOS DE SU NACIMIENTO (27.04.1888)

"Valdelomar es un artista, un maravilloso artista" (Mariano H. Cornejo)

Alguna vez le preguntaron a Valdelomar, cuándo había empezado su vida como escritor. "Yo no soy escritor, yo soy un artista. Para un escritor, la naturaleza es bella a través del lenguaje y para el artista la naturaleza es bella, bella en todas y cada una de las frases. El escritor copia un aspecto de la naturaleza, el artista es un pedazo de ella". Y un pedazo de esa bella naturaleza era Barranco, refugio de poetas y escritores. Valdelomar amaba y vivía enamorado de aquella encantadora y paradisíaca villa. Estaba enamorado de la poesía, de la belleza y de la paz. Amaba el apacible y poético parque bordeado de grandes y frondosos ficus; las azules campánulas y el rincón azul de los jacarandás. ¡Qué cosas maravillosas podrían escribirse bajo la sombra de esos jacarandás! Le gustaban las avenidas sobre el mar y la canción del mar. Las noches de luna y el cielo azul, claro y diáfano. Amaba esas calles de ensueño, sus árboles y la solitaria palmera que se abanica al compás del viento. El silencio de su casa sobre el mar, el almuerzo en los baños y el repiquetear de las diez o doce campanadas de la vieja iglesia. Valdelomar quería mucho sus artículos, los que había escrito y los que aún no había escrito. Los quería tanto como hubiera querido algún día a sus hijos.

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Si José Carlos Mariátegui no tenía un poeta favorito; Valdelomar, aunque admiraba fervientemente a Wilde y también a Gonz ........ y dejaba la frase a medias porque no quería hablar de literatura; no tenía un autor favorito. Podía ser Dante como Horacio; Whitman como Wells. Sin embargo, eso dependía más de las estaciones del año. En el frío invierno y cuando había agua en el cielo, vapor en el aire y humedad en la tierra, gustaba de las misteriosas tragedias de Maeterlinck de quien decía, "iba a morir loco". En el otoño, prefería a Kempis, porque Kempis era otoñal. En los días luminosos de primavera, cuando el sol aún se notaba con un tímido brillo, buscaba leer a Pitágoras porque sus escritos eran diáfanos como el cielo y brillantes como la luz. Y Rudyard Kipling. ¡Ah, Kipling! A él lo prefería en los calurosos veranos. Valdelomar amaba. Amaba cada uno de sus objetos con intensa pasión. Para él, ellos eran amables y cordiales, tanto como si fueran sus íntimos amigos o sus propios hermanos. Todos tenían una razón de vida una razón de ser. Uno era porque le recordaba la época de pasajera grandeza; aquél otro, por las horas de pobreza. Los de más allá, le traían a la memoria algún viejo amor, una pena o una alegría; un sueño o una lágrima. Eran, pues, su segunda familia. Pero muchos de aquellos objetos se habían ido como se van las personas de carne y hueso. ¡Cuántos se habían ido, se fueron para no volver! Cleopatra, su filosófica tortuga, pequeñita como un bollo. Aristipo, un muñeco de porcelana, personaje de "Diálogos Máximos" y Kaiser, su inteligente camarada. Se fueron, pero llegó Omega, su fiel e íntima consejera. Omega, su pequeña calavera, clara como el marfil. A ella la trajo un día de un templo lejano y legendario de Pachacamac.
En su pequeño rincón de cuatro por lado, en su escritorio; allí se lucía un jarrón con un elegante y sobrio lirio; además, un gran parasol de China, en color púrpura e hilos de oro. Y la Venus de Milo, tan pura y casta; tan esbelta y sugerente. A su lado, libros, libros, La Vulgata Latina o Les paysages tristes de Verlaine; cartas y cigarros; carbones y tarjetas. Retratos de mujeres, de palacios; paisajes que evocaban a la hermosa Florencia. Y cómo olvidar de un retrato suyo pintado en el diecisiete por el artista Raúl María Pereira. Todos ellos eran los compañeros que Valdelomar amaba.

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Mucho se hablaba que era antipático. Eso, él lo sabía, lo sentía, lo palpaba y lo paladeaba. Ser antipático, decía, ¿acaso no es ser distinguido? Mucho se escuchaba sobre sus poses, sobre los anillos en los dedos; anillos con piedras brillantes, piedras que para él eran poemas de amor. El amor más intenso de su vida. "Un hombre puede tener sortijas en los dedos y tener talento, pero hay quienes no tienen ni talento ni sortijas". Y sus poses. ¡Un poseur! La pose llegó a ser una característica, la pose le era familiar. Sentía un placer malsano y sádico al sentir las miradas. Las miradas, porque Valdelomar llamaba la atención y si para llamar la atención tenía que perfumarse, salir vestido de amarillo, lo hacía sin titubear y es que sus trajes llamaban. Llamaban sus zapatos con capellada de ante blanco; sus pantalones rayados; llamaba su forma de andar por Mercaderes sin sombrero y con quevedos; o por el simple hecho de enarbolar su clásico y vistoso bastón de Malaca.
Tantas cosas se han dicho de él. Y de él se decía también que era un fino humorista. Un humorismo que no todos alcanzan. Un humorismo atrevido y sincero. Pero, también, por qué dudaban de su sinceridad. Si la sinceridad estaba en su corazón: "yo digo lo que siento, amo lo que es bello y realizo mi arte, lo mismo que canta un jilguero, florece el jacarandá y el sol. "La egolatría de Valdelomar era en gran parte humorística", escribió Mariátegui, Valdelomar decía en broma casi todas las cosas que el público tomaba en serio.
Muchos lo conocieron pero lo conocieron mal. Conocían a un Valdelomar y a otro Valdelomar.
Fuentes:
- Valdelomar por él mismo, editor Ricardo Silva-Santisteban
- Valdelomar y la Belle Époque, Luis Alberto Sánchez
- Valdelomar obras II. Edición y prólogo Luis Alberto Sánchez

domingo, 8 de abril de 2018

DON ANDRÉS ARAMBURÚ SARRIO

Andrés Avelino Aramburú Sarrio, gran escritor y periodista, "el periodista del siglo XIX", fue fundador y director del diario La Opinión Nacional, diario que se editó en Lima desde 1873 hasta 1914 y que fue uno de los más importantes a principios del siglo XX, junto a El Comercio y La Prensa. Figura bizarra y galante. Aramburú vestía siempre muy elegante. Siempre con levita, siempre con un ramo de violetas en la solapa y siempre con escarpines. Era muy hablador y muy entretenido; muy ameno pero también, muy agudo. Como orador, ¡ni hablar!, tenía un verbo bastante florido.

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La Opinión Nacional era claramente, opositor al régimen pierolista. En 1896, Aramburú fue llevado a juicio por una información difundida en su diario; juicio que llegó hasta las más altas esferas judiciales, convirtiéndose en un caso sensacional. En una de las audiencias se le dio la oportunidad al periodista de hacer uso de la palabra. Aramburú, siempre con su ramillete de violetas en el ojal, un poco más encorvado, con una barba que empezaba a encanecer y una sonrisa un tanto burlona; empezó su discurso con una curiosa frase. Frase que no solo fue motivo para que el auditorio, en su mayoría compuesto por estudiantes, reventara en aplausos, sino, también, que durante muchos años esas elocuentes palabras, dieron mucho que hablar:
"Vengo como el viajero perdido en el desierto, con las sandalias rotas, lleno de polvo y con las zarzas del camino".

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Pero volviendo a sus dotes como periodista; era de entenderse, entonces, del por qué Aramburú fue tan solicitado por todos los aspirantes a literatos y periodistas, allá en los primeros años de la década del diez. Pero había un muchacho que de manera muy especial, lo perseguía mañana tarde y noche. Le preguntaba de todo y donde quiera que fuera. En un principio Aramburú le respondía muy amablemente y con mucha cordialidad. Sin embargo, con el pasar de los días, de tanto acoso, la paciencia del agudo periodista se fue agotando cada vez más y más. Al encontrarse una mañana en la calle Mercaderes -en las afueras de una camisería cuyo dueño era un tal García-, comentando muy amenamente sobre los últimos chismes de la política nacional, llegó de pronto el aspirante. ¡Oh, no! ¡Ya va a empezar nuevamente! Y así fue, a los pocos minutos, qué minutos, a los pocos segundos empezó con una batería de preguntas: ¿Don Avelino, qué hace para tener siempre tan fresco ese ramo de violetas en el ojal? ¿Don Avelino, cómo hace para hablar y escribir tan bien? ¿Don Avelino, y qué hace para tener tanto auditorio y tanta simpatía? ¿Don Ave ........? ¡No puede ser, esto ya me colmó la paciencia, dijo! Oiga mi don Avelino, si usted no fuese lo que es, ¿qué le hubiera gustado ser? ¡Suficiente! Y así, harto como estaba, le respondió al aspirante de manera rotunda: ¡sordo, quisiera ser sordo, para no volver a escuchar tantas preguntas!
Don Andrés falleció en 1916 a los setenta y un años y su hijo, Andrés Aramburú Salinas, fue el director de la revista Mundial.
Fuentes:
- Historia de la República del Perú, Jorge Basadre
- Revista Variedades año 1923