domingo, 5 de agosto de 2018

EL ARQUITECTO DE CORNELL

Fue generoso y fue mordaz. Fue un gran profesor y fue un gran arquitecto. Rafael Marquina y Bueno nació en Lima en un soleado mes de febrero de 1884. Era Lima por entonces, una ciudad triste. Atrás habían quedado las grandes fiestas y las suntuosas tertulias. Fue hijo del capitán de navío José Marquina y Dávila Condemarín y de Isabel Bueno y Ortíz de Zevallos. Hacia el año 1897 inició sus estudios en el Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe. Eran otros tiempos, la ciudad y el país se iba transformando, las costumbres iban cambiando. Los colegios, aunque lentamente, iban dejando los métodos de la palmeta, los calabozos y la constante lucha entre maestros y estudiantes o la lucha entre colegio y colegio. Todo comenzó a transformarse. Se trazaron la avenida Piérola y el Paseo Colón. Lima era romántica gentil y picaresca. En 1902 Marquina viajó a los Estados Unidos y dos años después, inició -como él siempre lo decía, gracias a la generosidad de su hermano Luis Guillermo- sus estudios en la Universidad de Cornell, situada en el Estado de Nueva York, en lo alto de una colina de verdes prados y edificios de estilo tudor o renacentista; góticos y neoclásicos, rodeados de grandes bosques y pequeñas y bulliciosas cataratas.

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Rafael Marquina regresó al Perú en 1909. Por ese entonces, Lima seguía siendo una pequeña gran aldea. Una aldea de calles polvorientas. Eran los años en que cualquier suceso que cambiara la rutina provocaba oleajes. Bastaba que un pequeño grupo de personas resolviera hacer una revolución, como la del 29 de mayo, se apoderara del Palacio de Gobierno y del Presidente de la República. Ese año recibió el encargo de tomar la posta en el proyecto del Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe iniciado por el arquitecto Maximiliano Doig. Dos años después inicia, por encargo especial de The Peruvian Corporation Ltd., la antigua empresa inglesa que administraba el Ferrocarril Central, el proyecto de la Estación de Desamparados. Este es, quizás, uno de sus más bonitos proyectos. Un edificio cálido un edificio silencioso. Un edificio lleno de luz lleno de sombras y es que Marquina le diseñó dos hermosas farolas de estilo Art Nouveau, dos farolas por donde ingresan los rayos del sol y el sol cae sobre el andén desde donde se escucha el correr de las aguas a veces tormentosas a veces silenciosas del río Rímac y bordeando el Rímac, más arriba, en Chosica, diseñó la solariega casona Fari rodeada por añosos sauces y esbeltos eucaliptos como los eucaliptos que rodean el Cementerio General de Jauja diseño también de Marquina en el mismo año once. Y no en el once, ni en el doce, sino, en el catorce, asume la jefatura de Obras Públicas en la Beneficencia Pública de Lima. Fue en este periodo que le encargan el Hospital Arzobispo Loayza. Este edificio albergó a los pacientes del viejo y virreinal Hospital de Santa Ana en los Barrios Altos.

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Hacia el año 1928 fue Catedrático de la Escuela de ingenieros. Marquina enseñaba el curso de Arquitectura de la Habitación, que consistía en diseñar casas para las altas clases sociales algo que contrastaba con su labor, como arquitecto de la Beneficencia Pública de Lima, donde se encargaba del diseño de centenares de casas para los obreros. Eran entretenidas sus clases, eran entretenidos los cafés en su compañía y es que siempre contaba sus "chistes de café". Sus chistes eran contados con arte y al ser creada, años antes, durante el gobierno del Presidente José Pardo, la Escuela de Bellas Artes, en la primavera de 1918, Marquina ocupó una plaza como docente. Fue así que a él lo consideran como uno de los fundadores de la Escuela.
Pasó el tiempo y con el tiempo y, aunque Lima siempre era gris, las calles del viejo jirón lucían sus coloridas y atractivas vitrinas y olorosas eran las vitrinas de La Botica Francesa y atrayentes las bebidas de la fuente de sodas de Leonard. En el diecisiete, Rafael Marquina, planteó el diseño del Puericultorio Pérez Aranibar, por esas épocas en las afueras de la ciudad. Luego de muchos años y después de algunas modificaciones se inauguró en el año 1930. Lima por aquellos años se engalanaba con sus nuevos edificios de estilo europeo, sus grandes avenidas y sus bonitas plazas. Unos años después, fue que Jesús María se engalanó con la construcción de la casa de don Francisco Graña Reyes. La casa resalta por su elegante portada y su poético balcón de madera que era sombreado por un frondoso árbol de pesado y añoso tronco. Y cómo poder olvidar del Hotel Bolívar inaugurado en 1924 con motivo de las celebraciones del Centenario de la Batalla de Ayacucho y también dos años después comienza la construcción de los Portales Pumacahua y Zela en la que, por esos años, era una cosmopolita Plaza San Martín.
Marquina, Sahut, Bianchi o mi abuelo, vieron con sus propios ojos como Lima se iba transformando e iba dejando de ser una pequeña gran aldea. Marquina fue ganador de varios premios y de la Condecoración de la Orden del Sol. Falleció en el otoño de 1964. Se fue cuando, unos meses antes, había cumplido los ochenta años.
Fuentes:
- Revista El Arquitecto Peruano
- Una Lima que se va, José Gálvez
- Valdelomar y la Belle Époque, Luis Alberto Sánchez
- 100 años formando arquitectos en el Perú, Universidad Nacional de Ingeniería

MÁS QUE UN CABALLERO

"Épocas hay en que todo un pueblo se personifica en un solo individuo: Grecia en Alejandro, Roma en César, España en Carlos V, Inglaterra en Cromwell, Francia en Napoleón, América en Bolívar. El Perú de 1879 no era Prado, La Puerta ni Piérola, era Grau". Manuel González Prada, "Pájinas Libres" 

La Lima que conoció era la del río que se deslizaba bullicioso, que jugaba con las hierbas y los arbustos que rodeaban su cauce. La Lima de las calles empedradas y terrosas. La Lima de los balcones poéticos y de las mujeres con sus sayas y sus mantos. La Lima de Courret. La Lima donde el mar parecía de cristal; el mar que refleja la luz del sol, el mismo sol que ilumina y se refleja en el mar tranquilo de Paita. Y fue en Paita, ubicada en la región de Piura, al norte de Lima, donde un cálido 27 de julio de 1834 nació el almirante Miguel Grau Seminario; fue hijo de Juan Manuel Grau y Berrío natural de Cartagena de Indias, Colombia y de Luisa Seminario del Castillo; nada de particular ocurrió en su infancia. Estudió la primaria en la Escuela Náutica de Paita y más tarde se trasladó a Lima para estudiar en el colegio del poeta Fernando Velarde.

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Fue su maestro, Fernando Velarde, poeta y periodista español, líder de la bohemia limeña, quien a la muerte del almirante escribió: "Nunca fuiste risueño ni elocuente/Y tu faz pocas veces sonreía/Pero inspirabas entusiasmo ardiente/Cariñosa y profunda simpatía".
Miguel Grau fue un colegial tranquilo y silencioso; quién sabe algo taciturno y un poco distraído. Y quién sabe cansado de los estudios o de la enseñanza que se impartía en los colegios, fue que a los diez años partió rumbo a Panamá, en una goleta particular que naufragó. A los once empezó a trabajar en la marina mercante. Allí fue desde grumete hasta piloto. Allí supo del sabor de las galletas rancias, del sabor de la carne salada y del sabor del agua podrida. Supo de los incendios, supo del temporal y supo del naufragio. Supo del escorbuto. Supo de las juergas y de las peleas en cada uno de los puertos. Hacia 1853, Miguel Grau recorría las calles de la capital como un limeño más. No era como el provinciano que recién llega a la gran ciudad que se asombra y se admira de todo. Grau era un muchacho conocedor de las ciudades; un muchacho de mundo. En ese entonces, por las calles de Lima, la del eterno cielo gris, se escuchaba el silbato de la pesada locomotora que partía con rumbo al Callao desde la Estación de Ferrocarriles de San Juan de Dios, aquella estación que llevaba impregnada en sus paredes el aroma de la madera de los antiguos claustros. Era la Lima de los primeros años de El Comercio; la Lima del Maury; la Lima de las calesas tiradas por elegantes jamelgos; la Lima de las casas de adobe, de madera o de ladrillo pintadas de azul añil, amarillo, verde o rosa. La Lima que aún vivía encerrada tras sus viejas y asfixiantes murallas.

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Eran las épocas de los golpes y contragolpes políticos. Eran las épocas de sus viajes por los mares de aguas pacíficas o tormentosas y, entre viaje y viaje, fue conquistando a Dolores Cabero Valdivieso una muchacha buena moza proveniente de una familia que, se podría decir, no pasaba apuros económicos. Y fue en un soleado día de abril de 1867 que se casaron en la parroquia de El Sagrario frente a la Plaza de Armas, donde aquella mañana llegaba el eco de las diez once o doce campanas de la vieja Iglesia de Desamparados. Uno de sus amigos más entrañables fue el marino Lizardo Montero, quien fue uno de sus testigos junto a sus dos compañeros y amigos Aurelio García y García y Manuel Ferreyros. Lo curioso es que la partida de matrimonio no fue inscrita ese año, sino que fue inscrita, entre las partidas de 1872 a 1878. El matrimonio Grau Cabero tuvo diez hijos.

"Hablaba como anticipándose al pensamiento de sus interlocutores, como temiendo desagradarles con la más leve contradicción. Su palabra fluía con largos intervalos de silencio, y su voz de timbre femenino contrastaba notablemente con sus facciones varoniles y toscas".

No conocía ni la codicia, ni la cólera violenta, ni la soberbia. Humano, bueno y honrado. Humano hasta el exceso. Bueno, en su vida privada como en la pública y honrado, tanto, que contrastaba con el resto de políticos. Corría el año 1876 cuando Grau incursionó en política. Era miembro ilustre del partido Civil y, como tal, representó como diputado a la provincia de Paita en el Congreso. El periodista boliviano, Juan Lucas Jaimes, que trabajaba en el diario pierolista La Patria, a pesar de la tendencia civilista de Grau, escribió en su columna "A Granel": "Representantes como Grau serían siempre un refuerzo honroso para la cámara". Sin embargo, poco tiempo vivió en tierra pues al mes siguiente de su matrimonio se embarcó en el buque de bandera inglesa "Callao". Tiempo después el general Pedro Diez Canseco lo llamó para que se reincorpore al Huáscar. Desde allí solía enviar correspondencia a su esposa: "[...] cómprales a los muchachos unos vestiditos y camisas, para que vayan siempre aseados a la escuela. [...] Avísame si te falta dinero para el gasto de la casa. Mil cariños más a los muchachos, y tú, vida mía, recibe un abrazo junto con el corazón de tu esposo que te idolatra".
Ocho años con sus meses y sus días comandó el Huáscar. Al día siguiente de su muerte, en el combate de Angamos, la familia y los amigos de Grau se vieron envueltos en un gran problema. ¿Quién sería el encargado de decirle a su viuda lo que había sucedido? Fue su amigo Carlos M. Elías acompañado de otra persona quienes llegaron hasta la casa de la familia Grau Cabero en el N° 24 de la calle Lescano, primera cuadra del jirón Huancavelica, a unos cuantos pasos de la Iglesia de La Merced. Sus rostros demostraron tal angustia y pesar, que la señora Dolores de Grau les dijo: "¡Ustedes saben algo del Huáscar, por Dios díganme lo que hay!"

"[...] Pero en los días de la prueba se dibujó de cuerpo entero, se destacó sobre todos, les eclipsó a todos".
Fuentes:
- El almirante Grau y la plana menor del "Huáscar", Manuel Zanutelli Rosas
- Historia de la República del Perú, Jorge Basadre
- Pájinas Libres, Manuel González Prada

UNA ELEGANTE Y MISTERIOSA CASONA, LA CASONA DE PILATOS



De sobria y especial arquitectura esta casona, que la llaman la Casa de Pilatos, ubicada en la calle del Milagro haciendo esquina con la de Aparicio (esquina jirones Ancash y Azángaro) es considerada como una de las más antiguas de Lima. Fue construida hacia el año 1590 cuando la ciudad de Lima vivía asfixiada por aquellas grandes murallas; esas murallas que no le permitían ir más allá. Cuando Lima era una pequeña aldea sin agua, sin luz, sin higiene, sin policía. Una ciudad que vivía para el culto. Una ciudad que no perdía un instante sin agradecer a la divinidad por la vida, por el sueño, por el aire, por el sol y por la merienda y las comidas.

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Frente a esta casona plena de elegancia está la pequeña Iglesia del Milagro y allí, a unos pasos, se encontraba la bulliciosa plazuela de San Francisco. Y es que durante la colonia su atrio, desde que el sol empezaba a mostrar tímidamente sus primeros rayos, se instalaba un pequeño mercado de abastos y un importante mercado de esclavos negros. Y tras escucharse el repiquetear de las diez once o doce campanadas los piropos no faltaban. A la salida y desde el mismo atrio una larga hilera de jóvenes y hasta algunos viejos verdes esperaban ansiosos para ver, a la salida de la misa, a las buena mozas que lucían ese traje único de la limeña, la saya y el manto. Algunas contestaban, mientras que otras, no hacían caso a tantos afanosos galanes y pasaban en silencio.
Pudo esta casona haber pertenecido a un compañero de Francisco Pizarro por estar la escalera colocada frente a la puerta de la calle. Lo cierto es que la casona ha tenido varios propietarios a través de los tiempos y del paso de la historia. Uno de los primeros fue don Diego Esquivel. Más tarde pasó a ser un bien de los marqueses de San Lorenzo de Valleumbroso. Largo tiempo después, en las épocas de la guerra del Pacífico o antes, la casa pasó a propiedad de doña María Araoz. Doña María era la esposa del que fue tres veces alcalde de Lima, don Rufino Torrico; aunque don Rufino al enviudar ocupó una buena parte, en el resto se instaló la lujosa Legación China. Una legación que daba suntuosos bailes y llenaba, quizá para atraer la suerte y la prosperidad, las pilas de los patios con la aromática agua de Kananga.

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La Iglesia de San Francisco se siente orgullosa y casi la siente como una hija a esta bonita casona y es que, cuando se terminó de construir, allá por el año 1546, de la obra habían sobrado unas cuantas maderas y otro tanto de ladrillos y adobes que fueron luego compradas a un ínfimo precio para poder construir esta elegante casona. Diseñada por el sacerdote jesuita Ruíz Portillo, a pedido de Esquivel, esta casona fue un verdadero palacio, por su extensión, por sus comodidades, por su lujo. Por sus techos, que, como todas las antiguas casas, fueron de caoba, roble o cedro, tallados y brillantes. Una magnífica y sobria portada de piedra labrada abre paso a dos hermosos zaguanes que dan acceso a un patio abierto al cielo y las estrellas y que, en una época, era iluminado por grandes fanales de lámparas de aceite; sus patios con sus arquerías, su regia escalera de piedra y sus barandales de madera, quizá de la llamada 'canela negro'. Unos patios que por aquellos viejos tiempos lucían, como lucían en la lejana Sevilla, unos pequeños jardines con jazmines, geranios y madreselvas. Pero en esta casona no solo se respiraba el aroma de las flores, se respiraba también el aroma del misterio pues se creía que la casa fue punto de reunión de judíos portugueses que, reunidos en un gran salón cuyas paredes estaban cubiertas por tapices de género negro, flagelaban, en ceremonias secretas llenas de oscuridad y de silencio, un crucifijo de tamaño natural, ante la indiferente mirada de uno de los hombres más acaudalados de la ciudad, el portugués don Manuel Bautista Pérez. De allí es que vino el nombre de la Casa de Pilatos.
Hoy esta casona es la sede del Tribunal Constitucional.
Fuentes:
- Historia general de los peruanos, Raúl Porras Barrenechea/Rubén Vargas Ugarte y otros autores
- Tradiciones Peruanas, Ricardo Palma
- Itinerarios de Lima, Héctor Velarde
- Quince plazuelas, una alameda y un callejón, Pedro M. Benvenutto Murrieta

LA CASA GOYENECHE, UNA CASA CON PERFUME FRANCÉS

Lima en tiempos de la Colonia era una ciudad apagada y silenciosa y eran sus campanas las que le daban la vida y las que ponían las notas ruidosas. Por las campanas se sabía qué había ocurrido. Según el toque triste o el toque jubiloso se sabía si se trataba de un duelo o de un festejo; de una mala o de una buena noticia. Las campanas eran tan importantes que se acostumbraba hacerlas vibrar cuando el elegante virrey, acompañado de toda su corte, pasaba por alguna plazuela, así sabían cuándo visitaba algún barrio. Era el campanero, al no existir mayor prensa, una suerte de periodista de la época y eran las campanas las chismosas de la ciudad. Y eran esas campanas, las de la cercana Iglesia de San Pedro, las que se escuchaban, desde aquella elegante casona, cuando iniciaba a clarear el día hasta la última hora del crepúsculo.

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Corría el año 1771, épocas en que por las polvorientas calles de Lima se podía ver andar al galante y enamorador virrey Manuel Amat y Juniet. Épocas en que el caballero italiano Francisco Serio y su socio y tocayo de apellido Carabana, abren, en la calle Santo Domingo o del Correo Viejo, el primer café de la ciudad y ese mismo año se inició la construcción, frente al Palacio de Torre Tagle, de la Casa Goyeneche. Una elegante casona cuyo primer propietario fue don Ignacio Cavero y Vásquez de Acuña, antepasado de doña Dolores Cavero y Núñez, esposa del almirante Miguel Grau Seminario. Esta casa es especial. Especial porque está vestida como la limeña pero lleva el perfume francés y ese perfume francés se lo da sus cornisas, su portada y, en los balcones, sus curvos paneles al estilo Luis XV, finos balcones color del chocolate oscuro. Y, cuando de azul oscuro se tornaba el cielo, los balcones eran el vínculo entre la casona y la calle. José Gálvez decía que: "el balcón era el mensaje, la ventana la confidencia". Aquellas ventanas enrejadas que se prestaban para crear historias noveladas y que, al igual que los balcones, durante las solemnidades religiosas, pendían de ellas los encajes y los tapices suntuosos y las damas aprovechaban para mostrar la opulencia de sus hogares. Y, ¡vaya que eran opulentas!
Su hermoso y sobrio zaguán cubierto de grandes losas de piedra; su magnífico patio abierto al cielo pleno de helechos, madreselvas y hiedras que caen como jardines colgantes desde sus barandales de madera a los que se accede por una larga escalera de dos tramos. Los techos, como en todas las casonas antiguas, son de madera, quizá de caoba, de cedro o de roble tallados. Sus alfombras mullidas, su sobrio decorado y los cálidos colores de las paredes le dan a esta bonita casona un encanto especial.
Era el año 1859, gobernaba por segunda vez el Presidente Ramón Castilla. Ese año y luego de haber sido legada por el arzobispo José Manuel Pasquel al Seminario de Santo Toribio, el rector de éste vendió la casona a don José Sebastián de Goyeneche y Barreda. Lima era, por entonces, una ciudad con su cielo siempre gris, pero era, también, una ciudad monumental y ese lujo monumental se hallaba en sus iglesias y monasterios. Por las calles se escuchaban aún vibrar las campanadas aunque éstas ya no hacían el papel de periodistas puesto que, por esos tiempos, circulaban El Comercio, El Correo o El Peruano. Al caminar por sus calles -algunas terrosas, algunas empedradas- se encontraban vestigios de una corte que, en tiempos pasados, fue rica, fue suntuosa y fue altanera. Las casas eran de regular altura mostrando casi todas ellas las hermosas "calles en el aire" cubiertas de celosías, con sus rejas pintadas de verde y verde eran las hojas de las macetas que se colocaban en aquellas ventanas.

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Los hijos de Goyeneche heredaron la casa hacia el año 1894. En esos días, por las calles de Lima se escuchaba el sonoro silbato del tren que había partido de la estación de San Juan de Dios hacia la bahía del Callao. Algunos galanes rondaban las rejas esperando ver a sus novias. Las limeñas, con sus trajes únicos, hacía tiempo que ya no se las veía por las silenciosas calles. Las mujeres por esos años, lucían trajes poco elegantes y un tanto chillones. Diez años después, la casona la hereda María Josefa, la hermana menor de los Goyeneche. Al morir, la casa fue heredada por su sobrino segundo Pablo A. Rada y Gamio. Allí vivió don Pedro Rada y Gamio que, por la década del veinte, fue alcalde de Lima y ministro del Presidente Leguía. Esta fue una de las casas que, tras la caída del régimen leguiísta, fue saqueada la fría mañana del 25 de agosto de 1930.
En 1971 el Banco de Crédito adquirió esta hermosa casona la que restauró y redecoró con materiales y mobiliario de la época.
Fuentes:
- Historia general de los peruanos, el Perú virreinal, Raúl Porras Barrenechea, Rubén Vargas Ugarte y otros autores
- Cafés y fondas en Lima ilustrada y romántica, Oswaldo Holguín Callo
- Viajeros en el Perú Republicano, Alberto Tauro
- Una Lima que se va, José Gálvez