miércoles, 25 de octubre de 2017

EL SEÑOR DE LOS MILAGROS



"Cuéntase del arzobispo virrey, y aún creemos haberlo leído en la vida de la madre Antonia, fundadora de Nazarenas, que cuando le presentaron la real licencia para la erección del monasterio, dijo: "¡no en mis días, que las nazarenas son malas para beatas y peores para monjas!"


"Y no se diga -menciona Palma refiriéndose a Amat- que es hombre poco devoto el que gastó cien mil pesos en reedificar la torre de Santo Domingo, el que delineó el camarín de la Virgen de las Mercedes, costeando la obra de su peculio, y el que hizo el plano de la Iglesia de las Nazarenas y personalmente dirigió el trabajo de albañiles y carpinteros". 

Cuenta José Gálvez que otra calle relacionada al mes de octubre y a los temblores es la de las Nazarenas, en el jirón Huancavelica, antiguamente denominada Santo Cristo del Milagro y también de las Maravillas. En 1651, un negro pintó una imagen de Cristo crucificado en una de las cofradías de su casta del barrio de Pachacamilla, así nombrado por haberse reducido en él a los indios de Pachacamac en el siglo XVI, desde esa época la gente se acostumbró al nombre. Tuvo muchos devotos, principalmente negros y mulatos. Allí estaba cuando un sábado 13 de noviembre de 1655, una tremenda sacudida terrestre derribó por entero la casa, dejando incólume la pared con la venerada figura. La noticia corrió como reguero de pólvora por toda la ciudad y al poco rato había una interminable romería para contemplarla. Allí estaban todos, mirando la imagen que había quedado intacta, entre las ruinas del edificio.

"La primera vez salí de Cádiz -cuenta Antuñano- siendo de edad de catorce años poco más, y llegué a Lima -en la Ciudad de los Reyes como comúnmente le llaman a Lima- después de haber pasado grandes enfermedades, y peligros, a principios del año 1668, donde pasé muchas más enfermedades, librándome el Señor, y dándome salud milagrosamente; un año más tarde regresó a España, allí, una tarde al orar al Cristo de la Fe, sintió una suerte de llamado sobrenatural que le pedía cuidar de una obra de mucha honra. Unos años después, regresó a Lima y se dedicó a juntar todo el dinero posible para su noble causa, al poco tiempo, por su habilidad en los negocios, se hizo de una pequeña fortuna."

En 1660, un vecino llamado Andrés León, levantó una humilde ramada para el culto de la imagen. El Cabildo eclesiástico no lo juzgó pertinente ni decoroso y ordenó destruir el lugar. Fue entonces cuando el capitán Sebastián de Antuñano y Rivas (1652-1717), natural de Vizcaya, compró a don Diego Teves Montalvo Manrique de Lara, una gran parte de la antigua Pachacamilla para erigir un templo al Cristo del Milagro. Después de algunos litigios con los dueños de los solares que formaban parte del mayorazgo, Antuñano y Rivas logró hacer realidad su deseo y, consultando luego este tema con el Consejo de Indias, a donde se elevó esta cuestión, pudo hacerse por fin, con licencia del Rey, un conventillo y una pequeña iglesia.


A doña Antonia Lucía le ofrecieron un solar al lado de la Capilla del Cristo de Pachacamillla, y a partir de ese momento, su destino fue cuidar al cristo moreno siempre vestida con un habito morado.


A los pocos años, el 20 de octubre de 1687, un nuevo y violento terremoto asoló Lima que destruyó la ciudad pero, sin embargo, la imagen se mantuvo intacta sin daño alguno. A raíz de este hecho el Cabildo de Lima autorizó la procesión, hasta ahora conservada con tanto arraigo popular. Se creó especialmente una Hermandad y todos los años hacía su recorrido, la procesión iba acompañada por los negros, los mulatos y los cuarterones de la ciudad que eran los más devotos. La procesión, por ese entonces, iba desde Santo Domingo hasta la Encarnación (hoy uno de los frentes de la Plaza San Martín). Conforme pasaban los años se sumaban más devotos abarcando más y más zonas. A las cuatro de la tarde del viernes 28 de octubre 1746, se levantó un viento caliente que venía del noreste; en el cielo aparecieron nubes de un tono pardo y espesas; horas más tarde el cielo se vio iluminado por una brillante luna llena; de pronto, alrededor de las diez y media, se inició un nuevo y terrorífico terremoto que asoló la ciudad y ocasionó un maremoto en el Callao. La imagen del  Cristo nuevamente fue sacada siendo acompañada por innumerables fieles. Desde ese entonces la fe popular creció más y sacaban la imagen por las calles cada mes de octubre por la frecuencia de los sismos.

Dona María, la madre de Antonia Lucia, era una señora muy virtuosa, y como veía que su hija lo era tanto, deseaba su remedio, y luego que la vio en edad competente, trató de casarla con un hidalgo vecino del Callao virtuoso y pobre, con quien ajustó dicho casamiento, sin consultárselo a su hija. Tiempo después, se celebró el desposorio de la sierva de Dios con Alonso de Quintanilla, inmediatamente aquella noche le entró tal fiebre al Alonso, que quedó fuera de sí hasta el día siguiente que se levantó y salió a ver sus negocios. A la segunda noche se le repitió la fiebre, y lo mismo sucedió la tercera y cuarta noche. A vista de lo que sucedía, o con inspiración de Dios, que así lo debemos entender, a la quinta noche puso un Santo Cristo sobre la almohada entre los dos, y le dijo a la sierva de Dios: Antonia, aquí tienes a tu esposo.  

La casa de clausura de Las Nazarenas no se levantó en 1730. Antes, en ese lugar hubo un Beaterio, el de las Nazarenas, fundado por doña Lucia Maldonado y Verdugo (1646-1709), natural de Guayaquil, por el barrio de Monserrate, este pasó a las propiedades adquiridas por el capitán Antuñano y Rivas, donde se levantó, finalmente, el Monasterio de las Nazarenas de San Joaquín. Con las monjas del indicado beaterio, fue llevado a las Nazarenas la imagen y culto de Nuestro Señor de los Milagros, la imagen más venerada y más popular de Lima durante cerca de tres centurias. Sus verdaderos fundadores, Sebastián de Antuñano y Rivas y la beata Antonia Lucía Maldonado y Verdugo -la primera superiora-, no llegaron a ver su edificación. Manuel Amat y Junyent fue luego un gran protector de la Iglesia y de aquel Monasterio. A Lucía le sucedió Josefa de la Providencia, su íntima amiga. 

La madre Antonia Lucia solo cada 24 horas tomaba un alimento que consistía en una pequeña cantidad de pescado y de dos yemas de huevo, fuera de la hora señalada, jamás probó comida alguna. Todos los viernes del año dejaba de tomar alimento, empezando este ayuno la víspera al medio día y terminándolo el sábado a las dos de la tarde. Ayunaba toda la Semana Santa sin probar bocado, a no ser que, por orden de su confesor, entonces probaba algún bocado.

Raúl Porras Barrenechea cuenta que la ciudad se teñía de violeta -como si se hubiera derramado un frasco de tinta morada- con los cientos de vestidos de los hermanos y devotos. A veces -menciona- se veía alguna delgada mujer con los pies desnudos y sangrantes, y también solían aparecer los resucitados con sus mortajas. La gente, desde tiempo atrás, se acostumbró a contemplar la imagen del Señor de los Milagros durante tres días consecutivos y a tratar a la imagen con esa familiaridad, semejante a la irreverencia. Se decía, desde aquellos tiempos, que el Señor almorzaba en tal iglesia, merendaba en la otra, comía en la de aquí y dormía en la de más allá. Al paso de las andas, desde los balcones pendían las flores y en las esquinas, las vivanderas y turroneras, ponían el toque de color con sus tablas, sus mesas y refrescos. La que se ganaba la mayor clientela era doña Josefa Marmanillo "Doña Pepa". 

Cuenta la historia que a fines del siglo XVIII, una esclava llamada Josefa Marmanillo comenzó a sufrir una parálisis en los brazos, eso le dio el beneficio de ser librada de la esclavitud, pero al mismo tiempo no podía trabajar. Un día se enteró de los milagros que realizaba la imagen del Santo Cristo de Pachacamilla, viajó a Lima, tanta fue su fe y devoción, que se recuperó de su enfermedad y en agradecimiento creó el dulce. En la siguiente salida del Señor, Josefa levantó el turrón ofreciéndoselo. Al regresar a Cañete, Josefa aseguraba que el Cristo la había mirado y sonreído mientras bendecía la ofrenda".


Antaño la procesión tuvo un carácter popular notándose en su recorrido una diferencia de clases. Había una separación marcada entre los recorridos de los días 18, 19 y 20 de octubre; en estos días la gente que asistía era la del pueblo; y la del 28, más reducida, la procesión era acompañada por las clases altas. Al recorrido de las andas del Señor de los Milagros, lo acompañan miles y miles de cirios con oro y lila en sus labraduras, a la vez, se siente el olor al picante de sus viandas y sus dulces, confundido con el inconfundible perfume del sahumerio.

Fuentes:
- Calles de Lima y Meses del Año, José Gálvez
- Cartas de Josefa de la Providencia, Biblioteca Nacional Virtual 




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